(La Chicharra Narrativa, 1998). Relatos
136 páginas.
Edición en rústica.
Prólogo de José Luis Puerto.
Ilustraciones de Marcelo de la Torre.
Opinión crítica en solapa de Alfonso Hernández Martín.
Ópera prima de José Ignacio García que, después de adjudicarse la primera edición del Premio Nacional de Cuentos José González Torices con el relato Una esperada llamada inesperada, reunió entre sus páginas un conjunto de catorce relatos, que gozaron de una favorable acogida por parte de los lectores y de los críticos, que se mostraron tolerantes y decidieron dar un voto de confianza al autor.
El relato galardonado narra las incertidumbres y zozobras de una mujer que espera temerosa el regreso de su marido para notificarle una nueva que ella anhela, pero que él no se tomará, previsiblemente, con tanta alegría. Una llamada telefónica otorga un giro inesperado a la situación, y un desenlace dramático y sorpresivo al argumento. Junto a ese relato destacan otros como La taberna del Chispa, donde el narrador cuenta el despertar a la sexualidad y al amor de un adolescente de una forma un tanto esperpéntica; Última carta de amor, donde el autor recurre al género epistolar para hacer un emotivo homenaje cargado de humanidad a nuestros mayores o Una sonrisa para mis lágrimas, finalista del Certamen Internacional de Relato Diario de León, que narra el drama y la añoranza de una exiliada cubana, que reniega del régimen castrista y espera su desaparición para regresar a La Habana.
En Me cuesta tanto decir te quiero empiezan a apreciarse algunos de los pilares fundamentales de la literatura de José Ignacio García. Su dominio del lenguaje, su afición a poner en boca de mujeres las historias que cuenta, su predilección por el mundo rural, sus gentes y sus costumbres, su depurado estilo, el ritmo vertiginoso, los desenlaces impactantes, la querencia hacia lo taurino. Y por encima de todo, un realismo intimista y cargado de cercana humanidad que consigue un difícil objetivo, el de sensibilizar el corazón de unos lectores que no pueden mostrarse indiferentes ante su intenso afán fabulador.
José Luis Puerto afirmará en su prologó que en Me cuesta tanto decir te quiero los relatos transmiten una pátina de normalidad, de realidad, llenos de personajes corrientes como se hallan (...) y otros muchos subrayan una cotidianidad en la que se van incrustando como arenillas o clavando como espinas sus mundos propios, para disolverse en ella, pero, a la vez, para recalcar que todo en esta vida, absolutamente todo, contiene sonidos y significados ocultos. Según el prestigioso poeta albercano los cuentos y relatos de Me cuesta tanto decir te quiero afirman la vida de las gentes por encima de todo, aunque la muerte siempre ande rondando por ahí, lo mismo que el amor y otros sentimientos y anhelos humanos, dibujando a través de una palabra que unas veces tiene voluntad barroca y otras coloquial una cartografía que busca ser revelación y orientación para guiarse en el laberinto del vivir.
Alfonso Hernández, promotor de los premios literarios La Espiga y González Torices en Pozaldez, e impulsor de numerosas aventuras culturales en el universo de las letras vallisoletanas, asegura en la solapa posterior del libro que los relatos/cuentos de José Ignacio García contienen unas condiciones expresivas del todo inhabituales, una rotunda capacidad de invención y una enérgica voluntad de estilo.
Y la crítica reveló en su momentó, allá por el ocaso del siglo pasado que con tan variopinta galería de personajes (que son, al mismo tiempo, héroes y villanos, enemigos y aliados), José Ignacio García -un nostálgico solitario, propenso a los sentimentalismos y a las historias de amor- crea un entramado, donde el lirismo de su prosa, la riqueza de su léxico y el sorprendente desenlace de los argumentos, se enfrentan, con un ritmo frenético, a un mundo sin el que el autor no puede vivir, pero al que le cuesta tanto querer.
216 páginas.
Edición en rústica.
Prólogo de José González Torices.
Epílogo en Solapa de Máximo Cayón Diéguez.
Tras la prometedora aparición de Me cuesta tanto decir te quiero, José Ignacio García publicó este libro de relatos, que lo confirmaban como un narrador de raza y de futuro. Este libro -intrigante, ameno, ágil, comprometedor, cargado de mensajes, de incidentes divertidos, de escenas cuajadas de tensiones, de enfrentamientos y de amargos desengaños-, es serio y duro por momentos, e irónico, ácido y casi esperpéntico y desternillante en algunos tramos. En Vidas insatisfechas García carga en ocasiones las tintas de la crítica más acerada contra injusticias que le superan, al tiempo que se adentra en el alma de sus protagonistas para arrancarles de cuajo los aspectos más humanos de su personalidad, buceando en sus preocupaciones, sus alegrías, sus miedos y sus sentimientos mejor guardados.
Con su proverbial dominio del ritmo, del tiempo y del lenguaje, deambulando cómodamente por territorios rurales o urbanos, reales o imaginarios, José Ignacio García refrenda su condición de esa palabra que, entre sus manos, se transforma en arabesco para esculpir una colección de relatos en los que la vida se convierte en una metáfora de la crueldad y la hermosura.
Antes de la publicación de esta recopilación de cuentos, García había visto avalada su corta trayectoria literaria con premios como el José González Torices, el Café Compás o el internacional de Guardo, que se adjudicó en 1999 entre más de 1.000 autores de diversas nacionalidades. Las visiones de Toña, relato con el que consiguió el codiciado galardón palentino, está incluido en este volumen, y con el paso de los años ha sido catalogado por muchos críticos como uno de los relatos más destacados que se han escrito en el ocaso del siglo XX en Castilla y León; Rafael Rojas, por entonces crítico de El Norte de Castilla, diría en las páginas del periódico que “García utiliza el lenguaje del campo castellano, heredero directo de la prosa delibiana, pero a la vez, en un coctel explosivo, entronca con el realismo mágico”. Aunque otros relatos como Juegos florales, en el que el autor hace un hilarante retrato de ciertos jurados literarios de dudosa credibilidad, La nevada, en el que un niño pierde el candor y la inocencia que envuelve a las fechas navideñas cuando se anhelan con los ojos de la infancia más confiada, El dueño del tiempo, que glosa el triunfo del esfuerzo personal sobre los patrimonios heredados y critica la injusticia con que el destino premia en ocasiones a los fatigados vencedores, o Lectora por horas, que refiere las desventuras de un catedrático jubilado y engañado por una esposa mucho más joven, son buenos ejemplos del estilo y el pensamiento cada vez más definidos del autor.
En el prólogo del libro, González Torices califica de maduro campanario de las letras a García, y asegura que la suya es una obra imprescindible para conocer la literatura, para gozar de un estilo bello, preciso, conciso y original, pues el libro no deja a nadie indiferente y llega al corazón de todos.
Máximo Cayón, en su solapado epílogo, resalta la asombrosa sencillez con la que escribe García, su prosa ágil y brillante que lleva al lector por caminos envolventes. Según el poeta leonés, García domina la exigente técnica literaria de un género tan difícil como es el cuento; y resalta su lenguaje bien bruñido y el uso de vocablos en desuso que rescata del pozo del olvido, aún vivos y aleteantes.
La crítica especializada recibió con cálidos elogios esta obra. Fernando Conde, especialista literario de RNE en Valladolid por aquella época, dijo en antena que Vidas insatisfechas era una divertida obra para vivir leyendo; pero antes de alcanzar esa conclusión calificaba a García de alquimista de sueños, aseguraba que el suyo era uno de esos libros que, como los amores verdaderos, se toma su tiempo en conquistar al lector, le atrae poco a poco, le va seduciendo, hasta conquistarlo justo un suspiro antes de abandonar su lectura; y añadía que el lector descubría, entre sorprendido y expectante, un idioma domeñado y propio, una lengua casi precisa, una creatividad pasmosa, inquietante y sutil, quizás macerada al calor de lecturas geniales. Nicolás Miñambres, en el suplemento cultural que El Diario de León publica cada domingo, calificaba como digna de elogio la trayectoria literaria de García, hablaba de la cuidada elaboración clásica de la mayoría de los relatos, aunque no faltaban muestras de técnicas narrativas más arriesgadas, y concluía calificando de atractiva a la gavilla de relatos reunidos en este volumen; y Gregorio Fernández Castañón afirmó en la revista Camparredonda que esta obra sorprendía por su humanidad y su belleza, por el dominio que el narrador tenía sobre el ritmo, el tiempo y el lenguaje, y le auguraba a José Ignacio García un futuro literario de lo más prometedor. Un futuro que poco después se truncaría, y que paradójicamente necesitaría de la colaboración del propio Gregorio para volver a su cauce.
Pero esa es otra historia, que ocurrió casi seis años después.
Con su proverbial dominio del ritmo, del tiempo y del lenguaje, deambulando cómodamente por territorios rurales o urbanos, reales o imaginarios, José Ignacio García refrenda su condición de esa palabra que, entre sus manos, se transforma en arabesco para esculpir una colección de relatos en los que la vida se convierte en una metáfora de la crueldad y la hermosura.
Antes de la publicación de esta recopilación de cuentos, García había visto avalada su corta trayectoria literaria con premios como el José González Torices, el Café Compás o el internacional de Guardo, que se adjudicó en 1999 entre más de 1.000 autores de diversas nacionalidades. Las visiones de Toña, relato con el que consiguió el codiciado galardón palentino, está incluido en este volumen, y con el paso de los años ha sido catalogado por muchos críticos como uno de los relatos más destacados que se han escrito en el ocaso del siglo XX en Castilla y León; Rafael Rojas, por entonces crítico de El Norte de Castilla, diría en las páginas del periódico que “García utiliza el lenguaje del campo castellano, heredero directo de la prosa delibiana, pero a la vez, en un coctel explosivo, entronca con el realismo mágico”. Aunque otros relatos como Juegos florales, en el que el autor hace un hilarante retrato de ciertos jurados literarios de dudosa credibilidad, La nevada, en el que un niño pierde el candor y la inocencia que envuelve a las fechas navideñas cuando se anhelan con los ojos de la infancia más confiada, El dueño del tiempo, que glosa el triunfo del esfuerzo personal sobre los patrimonios heredados y critica la injusticia con que el destino premia en ocasiones a los fatigados vencedores, o Lectora por horas, que refiere las desventuras de un catedrático jubilado y engañado por una esposa mucho más joven, son buenos ejemplos del estilo y el pensamiento cada vez más definidos del autor.
En el prólogo del libro, González Torices califica de maduro campanario de las letras a García, y asegura que la suya es una obra imprescindible para conocer la literatura, para gozar de un estilo bello, preciso, conciso y original, pues el libro no deja a nadie indiferente y llega al corazón de todos.
Máximo Cayón, en su solapado epílogo, resalta la asombrosa sencillez con la que escribe García, su prosa ágil y brillante que lleva al lector por caminos envolventes. Según el poeta leonés, García domina la exigente técnica literaria de un género tan difícil como es el cuento; y resalta su lenguaje bien bruñido y el uso de vocablos en desuso que rescata del pozo del olvido, aún vivos y aleteantes.
La crítica especializada recibió con cálidos elogios esta obra. Fernando Conde, especialista literario de RNE en Valladolid por aquella época, dijo en antena que Vidas insatisfechas era una divertida obra para vivir leyendo; pero antes de alcanzar esa conclusión calificaba a García de alquimista de sueños, aseguraba que el suyo era uno de esos libros que, como los amores verdaderos, se toma su tiempo en conquistar al lector, le atrae poco a poco, le va seduciendo, hasta conquistarlo justo un suspiro antes de abandonar su lectura; y añadía que el lector descubría, entre sorprendido y expectante, un idioma domeñado y propio, una lengua casi precisa, una creatividad pasmosa, inquietante y sutil, quizás macerada al calor de lecturas geniales. Nicolás Miñambres, en el suplemento cultural que El Diario de León publica cada domingo, calificaba como digna de elogio la trayectoria literaria de García, hablaba de la cuidada elaboración clásica de la mayoría de los relatos, aunque no faltaban muestras de técnicas narrativas más arriesgadas, y concluía calificando de atractiva a la gavilla de relatos reunidos en este volumen; y Gregorio Fernández Castañón afirmó en la revista Camparredonda que esta obra sorprendía por su humanidad y su belleza, por el dominio que el narrador tenía sobre el ritmo, el tiempo y el lenguaje, y le auguraba a José Ignacio García un futuro literario de lo más prometedor. Un futuro que poco después se truncaría, y que paradójicamente necesitaría de la colaboración del propio Gregorio para volver a su cauce.
Pero esa es otra historia, que ocurrió casi seis años después.
Mi vida, a tu nombre
Los libros de Camparredonda (2006). Novela
192 páginas.
Encuadernado en pasta dura.
Prólogo de Gregorio Fernández Castañón.
Ilustraciones de Alejandro Cartujo.
Incluye un facsímil de una carta manuscrita por el autor.
Un lustro largo después de que apareciera Vidas insatisfechas, y tras someterse en su nueva residencia de Portillo a un penoso ostracismo personal y literario, al que le había conducido la depresión originada por varios reveses que la vida y las cosas del querer le habían propinado, José Ignacio García se levantó una mañana, y aguijoneado por su entrañable amigo Máximo Cayón, que le había mandado las bases de un par de premios literarios que se convocaban en la añorada ciudad de León, en la que tantos amigos había dejado durante sus años de estancia en ella, se puso a escribir. Se impuso rotundamente en ambos certámenes y, además de endosarse una jugosa compensación económica, volvió a sentir ese remusguillo en el estómago que le hacía sentir la necesidad de enfrentarse al folio en blanco (o a la pantalla diáfana del ordenador) para contar una historia que intuía más larga que todas las que había escrito, como mínimo, cinco años antes.
Como si fuera un atleta que había perdido la forma por culpa de la falta de entrenamiento, al principio le costó mucho coger de nuevo el ritmo narrativo que el argumento de su incipiente proyecto requería. Así, una y otra vez, se desesperaba ante su falta de inspiración y mandaba a la papelera folios y más folios que, como antaño dijera un poeta, más parecían crisantemos de la desesperación que proyectos de una novela publicable.
A pesar de todo, y tras padecer no pocas agujetas en la mollera, García juntó unas cuantas cuartillas, que olvidó sobre la mesa de su escritorio cuando la felicidad llamó de nuevo a las puertas de su corazón para sumirle en la historia de amor más apasionada que había vivido a lo largo de su azarosa existencia.
Pero los edecanes del destino no parecían dispuestos a que el escritor aparcara de nuevo su carrera literaria, y volvieron a situar en su camino a ese mecenas e impulsor infatigable de la cultura, especialmente leonesa, que es Gregorio Fernández Castañón, fundador y editor del amplio y ambicioso proyecto cultural Camparredonda.
Una mañana de junio de 2005 Gregorio, acompañado por su esposa Esther, apareció en Portillo, cámara en ristre, para toparse con el escritor. Aquel encuentro, aparentemente casual, aunque en realidad no lo fuera tanto, sirvió para poner al editor sobre la pista de aquellas cuartillas que aventuraban acaso los preludios de una novela. Fernández Castañón había iniciado ese mismo año la andadura de su colección Los libros de Camparredonda publicando el poemario de Máximo Cayón Diéguez Mi única heredad es la esperanza, y se había encontrado con un obstáculo inesperado en el camino cuando el siguiente autor en perspectivas para afianzar su proyecto, Tomás Sánchez Santiago, le pidió que esperara un año más para entregarle ese excelso libro a caballo entre el microrelato, la poesía y el ensayo filosófico que acabaría titulándose Los pormenores. Tras unos breves instantes de ofuscación originados por el inesperado aplazamiento, Castañón pensó en rescatar del olvido literario a un escritor que, apenas un lustro atrás, había pincelado detalles de narrador importante.
Por eso apareció el editor, cámara fotográfica en ristre en Portillo. Por eso vio abrirse un lucernario de esperanza cuando leyó aquellos incipientes retazos y corroboró aliviado que García no había perdido ese talento, esa tensión y ese ritmo narrativo que caracterizaban sus relatos.
Provocado por Gregorio y por Beatriz, su nueva compañera de viaje por los caminos del amor, José Ignacio aceptó el reto de escribir una novela antes de que floreciera la primavera siguiente.
Así se gestó la historia de amor entre Marta Medina y Daniel Albayalde, entre una joven inyección de vitalidad y de optimismo, y un escritor que había dejado de escribir, avejentado por las circunstancias, y que vuelve a tomar la pluma para conquistar el corazón de la mujer que le ha cautivado.
Mi vida, a tu nombre es la historia del compromiso llevado a su máxima expresión, es un alegato en defensa del cariño verdadero. Y es, también, una continuación de homenajes velados (o a veces no tanto) a Pozaldez, a Portillo, a León, a Beatriz, la princesa azul a la que dedica la novela, y a escritores, músicos y deportistas que habían sido importantes en la vida de García o de Albayalde, cuyas personalidades en muchos momentos de la novela parece confluir en la identidad del protagonista figurado.
Fernández Castañón, en el prólogo de la novela, catalogaba a García como un excelente narrador, autor de una novela que había descubierto por casualidad y había recibido por entregas, hecho que le había provocado un martirio, ya que estaba deseando disfrutarla en su totalidad, mientras que el autor parecía empeñado en hacerle sufrir con cada página, con lo que lograba demostrar una de sus muchas habilidades literarias, la de mantener permanentemente la atención narrativa. En palabras del editor y prologuista, Mi vida, a tu nombre era una novela con muy pocos personajes, pero con muchos ingredientes: búsqueda de un escritor desconocido, contactos, amores, celos, un cuadro mágico con poderes adivinatorios que se adelantan a las desgracias, muertes…y un desenlace realmente sorprendente, por inesperado, repleto de secuencias detectivescas.
Castañón pensó que la novela tenía suficiente fuerza y calidad, y lo mismo debieron de pensar los lectores, que en menos de un mes agotaron su tirada inicial, y aún son muchos los seguidores de García que ansían una reedición de la novela para hacerse con ella y poder disfrutarla.
Incluso los críticos se mostraron coincidentes en esos criterios y, mientras García aseguraba a la prensa escrita que “Mi vida, a tu nombre había sido una terapia para volver a creer en sí mismo”, Marta Recuero titulaba en El Día de Valladolid que la novela era un “trepidante canto al amor”; María J. Pelayo decidía en la revista Camparredonda que se trataba de una novela amena, bien escrita y mejor resuelta; y Clemente Barahona certificaba en El Norte de Castilla que la novela tenía pocos personajes, pero bien construidos y muy creíbles, y destacaba los diálogos por su realismo y su adecuado cambio de registro, lo que le hacía pensar que García manejaba la lengua escrita con gran fluidez, y que su prosa era muy amena, cuidada y de fácil lectura, y, por si quedaba alguna duda al respecto, aseveraba con rotundidad que Mi vida, a tu nombre era una gran historia de amor con todas las letras.
Como si fuera un atleta que había perdido la forma por culpa de la falta de entrenamiento, al principio le costó mucho coger de nuevo el ritmo narrativo que el argumento de su incipiente proyecto requería. Así, una y otra vez, se desesperaba ante su falta de inspiración y mandaba a la papelera folios y más folios que, como antaño dijera un poeta, más parecían crisantemos de la desesperación que proyectos de una novela publicable.
A pesar de todo, y tras padecer no pocas agujetas en la mollera, García juntó unas cuantas cuartillas, que olvidó sobre la mesa de su escritorio cuando la felicidad llamó de nuevo a las puertas de su corazón para sumirle en la historia de amor más apasionada que había vivido a lo largo de su azarosa existencia.
Pero los edecanes del destino no parecían dispuestos a que el escritor aparcara de nuevo su carrera literaria, y volvieron a situar en su camino a ese mecenas e impulsor infatigable de la cultura, especialmente leonesa, que es Gregorio Fernández Castañón, fundador y editor del amplio y ambicioso proyecto cultural Camparredonda.
Una mañana de junio de 2005 Gregorio, acompañado por su esposa Esther, apareció en Portillo, cámara en ristre, para toparse con el escritor. Aquel encuentro, aparentemente casual, aunque en realidad no lo fuera tanto, sirvió para poner al editor sobre la pista de aquellas cuartillas que aventuraban acaso los preludios de una novela. Fernández Castañón había iniciado ese mismo año la andadura de su colección Los libros de Camparredonda publicando el poemario de Máximo Cayón Diéguez Mi única heredad es la esperanza, y se había encontrado con un obstáculo inesperado en el camino cuando el siguiente autor en perspectivas para afianzar su proyecto, Tomás Sánchez Santiago, le pidió que esperara un año más para entregarle ese excelso libro a caballo entre el microrelato, la poesía y el ensayo filosófico que acabaría titulándose Los pormenores. Tras unos breves instantes de ofuscación originados por el inesperado aplazamiento, Castañón pensó en rescatar del olvido literario a un escritor que, apenas un lustro atrás, había pincelado detalles de narrador importante.
Por eso apareció el editor, cámara fotográfica en ristre en Portillo. Por eso vio abrirse un lucernario de esperanza cuando leyó aquellos incipientes retazos y corroboró aliviado que García no había perdido ese talento, esa tensión y ese ritmo narrativo que caracterizaban sus relatos.
Provocado por Gregorio y por Beatriz, su nueva compañera de viaje por los caminos del amor, José Ignacio aceptó el reto de escribir una novela antes de que floreciera la primavera siguiente.
Así se gestó la historia de amor entre Marta Medina y Daniel Albayalde, entre una joven inyección de vitalidad y de optimismo, y un escritor que había dejado de escribir, avejentado por las circunstancias, y que vuelve a tomar la pluma para conquistar el corazón de la mujer que le ha cautivado.
Mi vida, a tu nombre es la historia del compromiso llevado a su máxima expresión, es un alegato en defensa del cariño verdadero. Y es, también, una continuación de homenajes velados (o a veces no tanto) a Pozaldez, a Portillo, a León, a Beatriz, la princesa azul a la que dedica la novela, y a escritores, músicos y deportistas que habían sido importantes en la vida de García o de Albayalde, cuyas personalidades en muchos momentos de la novela parece confluir en la identidad del protagonista figurado.
Fernández Castañón, en el prólogo de la novela, catalogaba a García como un excelente narrador, autor de una novela que había descubierto por casualidad y había recibido por entregas, hecho que le había provocado un martirio, ya que estaba deseando disfrutarla en su totalidad, mientras que el autor parecía empeñado en hacerle sufrir con cada página, con lo que lograba demostrar una de sus muchas habilidades literarias, la de mantener permanentemente la atención narrativa. En palabras del editor y prologuista, Mi vida, a tu nombre era una novela con muy pocos personajes, pero con muchos ingredientes: búsqueda de un escritor desconocido, contactos, amores, celos, un cuadro mágico con poderes adivinatorios que se adelantan a las desgracias, muertes…y un desenlace realmente sorprendente, por inesperado, repleto de secuencias detectivescas.
Castañón pensó que la novela tenía suficiente fuerza y calidad, y lo mismo debieron de pensar los lectores, que en menos de un mes agotaron su tirada inicial, y aún son muchos los seguidores de García que ansían una reedición de la novela para hacerse con ella y poder disfrutarla.
Incluso los críticos se mostraron coincidentes en esos criterios y, mientras García aseguraba a la prensa escrita que “Mi vida, a tu nombre había sido una terapia para volver a creer en sí mismo”, Marta Recuero titulaba en El Día de Valladolid que la novela era un “trepidante canto al amor”; María J. Pelayo decidía en la revista Camparredonda que se trataba de una novela amena, bien escrita y mejor resuelta; y Clemente Barahona certificaba en El Norte de Castilla que la novela tenía pocos personajes, pero bien construidos y muy creíbles, y destacaba los diálogos por su realismo y su adecuado cambio de registro, lo que le hacía pensar que García manejaba la lengua escrita con gran fluidez, y que su prosa era muy amena, cuidada y de fácil lectura, y, por si quedaba alguna duda al respecto, aseveraba con rotundidad que Mi vida, a tu nombre era una gran historia de amor con todas las letras.
Entre el porvenir y la nada
“Premio Miguel Delibes de Narrativa 2009”
Péñola (2008). Relatos
240 páginas.
Edición en rústica.
Portada de Carlos Velasco García.
Ilustraciones de José Charro.
Prólogo de Máximo Cayón Diéguez.
Epílogo de Jorge Manrique.
Tras el éxito cosechado por Mi vida, a tu nombre José Ignacio García empezó a sentirse verdaderamente escritor por primera vez en su vida. Escuchó entre perplejo y escéptico las lisonjas que algunos empezaban a verter sobre su obra, sopesó el relativo valor que atesoraban los premios recopilados hasta entonces, se sintió confortablemente respaldado por la crítica y los medios de comunicación (aunque sabía que ese respaldo se podía tornar en repulsa en cualquier momento)…Y decidió lanzarle un órdago más o menos definitivo a su carrera literaria.
García conocía sobradamente las dificultades que se le plantean a cualquier escritor a la hora de publicar, por no hablar de lo compleja que resulta la difusión y distribución de un libro, o de la gran cantidad de competencia que existe en el universo de las letras, en el que, recurriendo a la sentencia bíblica, muchos son los llamados pero pocos los elegidos.
Por eso optó por dar un paso decisivo en su carrera. Llevaba más de una década firmando relatos que habían alcanzado varios galardones, había publicado tres libros y colaborado con varias revistas poco significativas, pero necesitaba saber si su obra podía aspirar a algún laurel más significativo que el que representaban los premios literarios que había ganado en el pasado, y a los que había dejado de presentarse con cierta asiduidad.
Como se cumplía una década de la aparición de su primer libro de relatos Me cuesta tanto decir te quiero, quiso hacerle un homenaje a su propia obra breve y a algunas de las personas que habían resultado esenciales en su carrera. Por eso cribó y seleccionó minuciosamente sus cuentos, y apartó del resto una veintena que serviría para entregar a la imprenta un libro recopilatorio que pensaba titular La piel del agua. Entre los veinte relatos elegidos estaban tres de su primera época Una esperada llamada inesperada, que le había abierto las puertas de su afición literaria, El dueño del tiempo, que muchos habían destacado como uno de los relatos más logrados de su segundo libro y Las visiones de Toña que había sido algo así como un estandarte emblemático a lo largo de su trayectoria literaria. También se daban cita textos inéditos como El mendigo elegante, La alternativa, La pasión del parisién, Canuto o La última promesa con los que había recolectado trofeos de diversa envergadura; junto a otros a los que guardaba un especial cariño como La procesión de los sueños o El pintor de seres humanos; otros aproximadamente autobiográficos, léase De la inmortalidad de los genios, El cuento de Celia, al amor de la estufa, Consejos de viejos o La primicia; y otros de reciente creación que apuntaban maneras como Un cuento bárbaro, Cuando el tabaco perjudica seriamente la salud o, el que pensaba amparar con su título al conjunto, La piel del agua. Fue entonces cuando García desveló esa intención en una entrevista escrita y alguien le sopló que no era nada original, ya que Juan Van Halen se le había adelantado varios años atrás, bautizando con ese nombre a uno de sus poemarios. Sobre la marcha tuvo que improvisar un nuevo nombre, y rescatando su objetivo de saber si su obra se encontraba al borde del abismo o si se atisbaba en ella algún futuro recordó una de las frases finales de su novela, en la que decía que Daniel Albayalde se debatía “entre el porvenir y la nada”, que era una forma más o menos lírica de decir que tenía un pie en este mundo y otro asomándose al averno. El título le pareció sugerente y representativo para el corpus que compactaba la obra y escribió deprisa y corriendo un relato deportivo que sirvió definitivamente de título y de broche para el libro.
No se olvidó de las personas que quería homenajear en sus particulares dedicatorias, y especialmente de Jorge Manrique, que le enseñó a amar la buena literatura y le previno de que algún día se convertiría en escritor; de Máximo Cayón, su segundo padre, que desde su morada leonesa no le había dejado caer en las fauces de la nada cuando estuvo a punto de tirarlo todo por la borda; de Pepe Charro, tan buen pintor como amigo, del que tantas exposiciones había catalogado; y del diseñador gráfico e ilustrador Carlos Velasco que, desde que los presentara el librero y común amigo Francis Insúa, se había convertido en cómplice entusiasta de todas sus escaramuzas culturales. Los cuatro ocupan también su papel protagonista en el libro. Carlos se encargo de hacer una portada sin duda llamativa, que ayudada por el título, su temática y su colorido condujo a cierta confusión, ya que algunas personas no sabían al verlo si el libro era un tratado filosófico, una novela erótica, o una recopilación de artículos extraídos de la prensa rosa; Charro se volcó en unas ilustraciones de un nivel excepcional; y Máximo y Jorge se encargaron de descorrer el telón inicial y de volver a extenderlo al final con el prólogo del primero, y el epílogo del segundo.
Enseguida el libro empezó a recibir loas y buenos augurios, consiguió más repercusión mediática que cualquiera de los anteriores e incluso consiguió que García fuera protagonista por una tarde en la Villa del Libro de Urueña o despertara uno de sus sueños dormidos de antaño, el de volver a enfrentarse con cierta frecuencia a los micrófonos de una emisora de radio, oportunidad que le brindó Miguel Castañeda después de entrevistarlo en el programa diario que dirige en Punto Radio, y en el que José Ignacio colabora asiduamente como columnista y tertuliano.
Máximo aseguró en su prólogo, avisando que no era cosa de la amistad, que tras leer Entre el porvenir y la nada estaba convencido de que José Ignacio García estaba llamado a ocupar cotas muy altas en el horizonte de la literatura española; Manrique lo definió literalmente, pero con justeza, como un cuentista. También críticos como Barahona añadieron que el libro era una recopilación de cuentos muy bien escritos; y Miñambres aprobó el libro al decir que los relatos son un buen muestrario de técnicas literarias y de sentimientos humanos con una gama de situaciones muy bien resueltas.
Pero ni esas valoraciones positivas, ni otras que proponían a García como uno de los discípulos más aventajados del difunto Antonio Pereira, le hacían intuir la concesión del Premio Miguel Delibes de Narrativa por parte de los grupos literarios Sarmiento y Juan de Baños, ni que, posiblemente, gracias a ese premio, las fronteras de su porvenir literario se divisen en lo sucesivo un poco más francas en la lejanía.
García conocía sobradamente las dificultades que se le plantean a cualquier escritor a la hora de publicar, por no hablar de lo compleja que resulta la difusión y distribución de un libro, o de la gran cantidad de competencia que existe en el universo de las letras, en el que, recurriendo a la sentencia bíblica, muchos son los llamados pero pocos los elegidos.
Por eso optó por dar un paso decisivo en su carrera. Llevaba más de una década firmando relatos que habían alcanzado varios galardones, había publicado tres libros y colaborado con varias revistas poco significativas, pero necesitaba saber si su obra podía aspirar a algún laurel más significativo que el que representaban los premios literarios que había ganado en el pasado, y a los que había dejado de presentarse con cierta asiduidad.
Como se cumplía una década de la aparición de su primer libro de relatos Me cuesta tanto decir te quiero, quiso hacerle un homenaje a su propia obra breve y a algunas de las personas que habían resultado esenciales en su carrera. Por eso cribó y seleccionó minuciosamente sus cuentos, y apartó del resto una veintena que serviría para entregar a la imprenta un libro recopilatorio que pensaba titular La piel del agua. Entre los veinte relatos elegidos estaban tres de su primera época Una esperada llamada inesperada, que le había abierto las puertas de su afición literaria, El dueño del tiempo, que muchos habían destacado como uno de los relatos más logrados de su segundo libro y Las visiones de Toña que había sido algo así como un estandarte emblemático a lo largo de su trayectoria literaria. También se daban cita textos inéditos como El mendigo elegante, La alternativa, La pasión del parisién, Canuto o La última promesa con los que había recolectado trofeos de diversa envergadura; junto a otros a los que guardaba un especial cariño como La procesión de los sueños o El pintor de seres humanos; otros aproximadamente autobiográficos, léase De la inmortalidad de los genios, El cuento de Celia, al amor de la estufa, Consejos de viejos o La primicia; y otros de reciente creación que apuntaban maneras como Un cuento bárbaro, Cuando el tabaco perjudica seriamente la salud o, el que pensaba amparar con su título al conjunto, La piel del agua. Fue entonces cuando García desveló esa intención en una entrevista escrita y alguien le sopló que no era nada original, ya que Juan Van Halen se le había adelantado varios años atrás, bautizando con ese nombre a uno de sus poemarios. Sobre la marcha tuvo que improvisar un nuevo nombre, y rescatando su objetivo de saber si su obra se encontraba al borde del abismo o si se atisbaba en ella algún futuro recordó una de las frases finales de su novela, en la que decía que Daniel Albayalde se debatía “entre el porvenir y la nada”, que era una forma más o menos lírica de decir que tenía un pie en este mundo y otro asomándose al averno. El título le pareció sugerente y representativo para el corpus que compactaba la obra y escribió deprisa y corriendo un relato deportivo que sirvió definitivamente de título y de broche para el libro.
No se olvidó de las personas que quería homenajear en sus particulares dedicatorias, y especialmente de Jorge Manrique, que le enseñó a amar la buena literatura y le previno de que algún día se convertiría en escritor; de Máximo Cayón, su segundo padre, que desde su morada leonesa no le había dejado caer en las fauces de la nada cuando estuvo a punto de tirarlo todo por la borda; de Pepe Charro, tan buen pintor como amigo, del que tantas exposiciones había catalogado; y del diseñador gráfico e ilustrador Carlos Velasco que, desde que los presentara el librero y común amigo Francis Insúa, se había convertido en cómplice entusiasta de todas sus escaramuzas culturales. Los cuatro ocupan también su papel protagonista en el libro. Carlos se encargo de hacer una portada sin duda llamativa, que ayudada por el título, su temática y su colorido condujo a cierta confusión, ya que algunas personas no sabían al verlo si el libro era un tratado filosófico, una novela erótica, o una recopilación de artículos extraídos de la prensa rosa; Charro se volcó en unas ilustraciones de un nivel excepcional; y Máximo y Jorge se encargaron de descorrer el telón inicial y de volver a extenderlo al final con el prólogo del primero, y el epílogo del segundo.
Enseguida el libro empezó a recibir loas y buenos augurios, consiguió más repercusión mediática que cualquiera de los anteriores e incluso consiguió que García fuera protagonista por una tarde en la Villa del Libro de Urueña o despertara uno de sus sueños dormidos de antaño, el de volver a enfrentarse con cierta frecuencia a los micrófonos de una emisora de radio, oportunidad que le brindó Miguel Castañeda después de entrevistarlo en el programa diario que dirige en Punto Radio, y en el que José Ignacio colabora asiduamente como columnista y tertuliano.
Máximo aseguró en su prólogo, avisando que no era cosa de la amistad, que tras leer Entre el porvenir y la nada estaba convencido de que José Ignacio García estaba llamado a ocupar cotas muy altas en el horizonte de la literatura española; Manrique lo definió literalmente, pero con justeza, como un cuentista. También críticos como Barahona añadieron que el libro era una recopilación de cuentos muy bien escritos; y Miñambres aprobó el libro al decir que los relatos son un buen muestrario de técnicas literarias y de sentimientos humanos con una gama de situaciones muy bien resueltas.
Pero ni esas valoraciones positivas, ni otras que proponían a García como uno de los discípulos más aventajados del difunto Antonio Pereira, le hacían intuir la concesión del Premio Miguel Delibes de Narrativa por parte de los grupos literarios Sarmiento y Juan de Baños, ni que, posiblemente, gracias a ese premio, las fronteras de su porvenir literario se divisen en lo sucesivo un poco más francas en la lejanía.
He leído cada una de tus obras:
ResponderEliminarCon la que más he disfrutado, ha sido con "Vidas Insatisfechas". Libro cargado de relatos, con historias, controvertidas en ocasiones, bastante irónicas y donde la nostalgia juega un papel importante.
Sigue escribiendo, para seducirnos con tus historias.
Un saludo muy afectuoso.