De alguna manera, con el cine me pasa como con la literatura. Soy poco propenso -salvo los títulos fundamentales, y porque no me queda otro remedio- a leer literatura escrita en cualquier idioma que no sea el castellano, porque tengo la sensación de que siempre estaré leyendo al traductor, en lugar de disfrutar al creador de la obra en su lenguaje original. En el caso del cine la cuestión es aún más compleja, ya que al tema de la traducción de los textos -baste el ejemplo de los títulos: lo que en EEUU aparece con el nombre de PLUM, en España se titula EL DÏA LLUVIOSO EN QUE A MARY O¨SULLIVAN LE APETECIÖ TOMARSE UN CHOCOLATE CALENTITO; Y NO PUDO HACERLO PORQUE LE DOLÏA UN PADRASTRO EN EL DEDO GORDO DEL PIE DERECHO- se une el doblaje de las voces originales. Y menos mal que en este país, algo bueno tenemos que tener, podemos presumir de unos actores de doblaje extraordinarios, que en muchas ocasiones contribuyen a mejorar bastante la calidad de la cinta.
Por esa razón, suelo acudir al cine con frecuencia para ver todas las películas made in Spain que puedo, aunque al cabo de dos horas salga de la sala con cara de acelga anémica de clorofila, por muy buenas referencias mediáticas, críticas o publicitarias, que la peli consumida atesorara previamente.
En el lugar donde vivo había una discoteca mastodóntica, que lanzaba rayos láser cuando La guerra de las galaxias no había tomado la primera comunión. Cuando a la gente se le quitaron las ganas de bailar, la disco cerró sus puertas y se reconvirtió en unos multicine, donde se puede ver lo que se puede ver. Tal vez por esa razón me cogiera de sorpresa que una de las principales candidatas a los goya de este año fuera una película de David Trueba de la que no había oído ninguna referencia. Vivir es fácil con los ojos cerrados se convirtió desde entonces, y aunque sólo fuera por el hecho de haber recibido tantas nominaciones, en un oscuro objeto de deseo, que no encontraba anunciada en ninguna cartelera.
Estaba seguro de que no sería un buen sucedáneo, pero aprovechando la campaña de cine barato que han ofertado algunos cines durante unos días, entretuve el mono cinéfilo viendo el bombazo de la temporada, la peliícula española más taquillera de la historia, etc, etc, etc. Ocho apellidos vascos me pareció una payasada en toda regla. Clara Lago tiene de vasca lo que yo de noruego, Karra Elejalde hace un personaje sobreactuado, Carmen Machi me sigue recordando a Aída, y el prota que hace de sevillano disfrazado de líder de la insurrección vasca -y de cuyo nombre no logro acordarme- es un poco patético. El argumento no puede ser más manido y socorrido: chico conoce chica por casualidad, se cuelga de ella y la persigue; el azar les hace fingir lo que no son, y al final los dos terminan siendo lo que estaba cantado a gritos que iban a ser. Vamos, una comedia de amor con un final feliz en coche de caballos por las calles de Sevilla, con Los del Río amenizando la excursión. Y los chistes, y las confusiones en el uso del euskera no pueden ser más facilones. Pero, qué quieren que les diga, no paré de reírme desde la primera escena hasta que al final aparecieron los títulos de crédito. Y para lo que habitualmente se encuentra uno por ahí, la película me bastó para hacer un paréntesis en mi atribulada existencia, y para tener que ejercitar la mandíbula hasta que volví a encajarla en su sitio, tan dislocada como estaba de darle tanto a la carcajada repentina con una parodia divertida, que se deja ver, que caricaturiza sin burlarse de nadie el independentismo vasco, y que no se acuerda ni de la crisis ni del paro ni de la biblia en verso.
Aunque sólo sea por eso, y porque ha conseguido que la gente vaya al cine y llene las salas, ole por Ocho apellidos vascos. Pero, al hilo de llenar las salas, me pregunto si viendo cómo se han puesto los cines cobrando las entradas a menos de tres euros, no sería mejor dejar ese precio para una buena temporada, y que las salas se llenaran en lugar de que habitualmente, al menos en la discoteca reconvertida a la que yo suelo acudir, vayamos siempre los mismos, que podemos jugar a las cuatro esquinitas. Si el gobierno aplicara un IVA razonable, y los empresarios de cine calcularan el plus añadido que iban a conseguir en chuches, palomitas y cocacolas igual les salia rentable la rebaja, contribuirían a crear empleo recuperando la figura de los acomodadores, y evitarían que cundiera el desánimo que uno siente cuando, por ejemplo, se encuentra a cuatro personas contadas viendo Amor de Haneke. Tal vez, con otra política impositiva y comercial, aumentaría nuestra cultura cinéfila y la necesidad de frecuentar las salas para disfrutar de actores tan fantásticos como Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, en la película que acabo de citar.
Pero, a lo que iba, antier, mientras desayunaba mi café descafeinado de cafetera con leche, sacarina y tostadas, y me leía El Norte de Castilla, vi anunciada en un cine de Valladolid la película de Trueba. Claro, no era cosa de desaprovechar la ocasión, no fueran a cambiar hoy la cartelera, y me fui a verla con mi novia. Valladolid nos recibió con un aguacero iracundo y con el arco iris más bonito que he contemplado nunca (claro que la compañía, y lo idílico de la escena, también ayudaban lo suyo) como pórtico a la proyección del film. Ese arco iris espléndido tenía que ser forzosamente el preámbulo de una velada mágica. Y así fue. Vivir es fácil con los ojos cerrados me pareció fascinante. Retrata con cariño una época de los difíciles sesenta, con sus luces y sus sombras, con sus convencionalismos, sus tradiciones y la esperanza puesta en una juventud capaz de derribar muros y barreras en un futuro no demasiado lejano. Además, la cinta está llena de literatura, de filosofía, de encanto... Javier Cámara va a terminar convenciéndome de que aunque siempre haga el mismo papel, siempre lo hace bien, y el papel de la prota, Natalia de Molina, a la que me empeñé desde el principio en confundir con Marta Etura (pero seguro que no seré al único al que le ha pasado), me cautivó desde que aparece recluida en un patio lóbrego y sin expectativas.
Hay veces en que los premios fallan y hacen justicia. Vivir es fácil con los ojos cerrados puede ser un buen ejemplo. En cualquier caso, me quedo con una sentencia adaptada que Cámara espeta a bocajarro en la película: el cine, como la literatura (traducida u original), nos puede salvar la vida.
O, al menos, hacernos pensar para rescatarnos de la apatía y del aburrimiento.
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