No os asustéis. No voy a picar piedra ni a grabar un disco con mi voz de tenor afónico. Esto sólo lo hago por todos los que me leéis. Porque, si no, dudo mucho de que pudiera seguir escribiendo el libro de nunca acabar que llevo encofrando desde que el Destino decidió darme otra oportunidad de seguir contando mi vida, las que me rodean y las que se me ocurren.
Probablemente estaba demasiado bien acostumbrado en mi casona de Portillo, con su biblioteca que me inspiraba con solo mirar las vigas de madera maciza y los muros de piedra y adobe, esos muros que me aislaban del mundo y de sus ruidos. Ahora en Medina del Campo me ocurre todo lo contrario, vivo de alquiler en un piso, al lado de un parque y cerca de las vías del tren.
En el edificio hay personas que ya vivían en él cuando llegué, y que no tienen por qué alterar sus costumbres con mi llegada. Por eso, mis vecinos, que no deben de oír muy bien, ponen la tele a todo gas desde que se levantan; el ascensor demanda unas gotas de aceite que alivie la artrosis de sus mecanismos; y algunas puertas avisan de su existencia a porrazo puro.
El parque, con la llegada del verano, ha despertado de su letargo no sólo -que sería lógico y disculpable- con las risas y los gritos de los niños, el canto de los pájaros y el ladrido de los perros, sino que además lo han sitiado grúas, hormigoneras y otras máquinas de guerra que me roban el silencio y la paz. Y, para colmo, los trenes no se conforman con pasar, sino que avisan de su entrada o su salida en la estación cercana haciendo ostentación de sus frenos y sus alarmas. Menos mal que Medina ya no es el nudo ferroviario estratégico de antaño, porque si no ni siquiera podría aprovechar el insomnio nocturno ni la tranquilidad que a esas horas invade los domicilios de mis vecinos.
Pero como hay que buscar alternativas y soluciones para todo, aquí estoy, pertrechado de tapones y de cascos, con un zumbido en los oídos que recuerda a la estática de los transistores de antaño cuando no lográbamos sintonizar el dial, para que escucharan nuestras abuelas La saga de los Porretas, las radionovelas de Guillermo Sautier Casaseca y el consultorio sentimental de Elena Francis.
Todo sea por la Literatura y mis lectores. Ya he dicho muchas veces (creo) que una vez escuché a Manuel Vicent argumentar que para que los lectores disfrutaran de un gran libro, su autor tenía que sufrir mucho escribiéndolo.
Os aseguro que si el axioma es correcto, vais a disfrutar de lo lindo con "El cuento que quisiera escribir contigo". Lo que no sé es cuando. Porque si antes empezaba un cuento y no lo dejaba hasta terminarlo, ahora me ha dado por hacer caso a uno de los asertos del decálogo de Bolaño, y estoy escribiendo seis o siete relatos a la vez, que son tan voraces que no se cansan de crecer a mi costa (o a la de mi creatividad), y aún tengo otros cuatro o cinco por empezar, más alguno de esos inesperados que surgirán a última hora, buscando alojamiento, aunque sea en las páginas menos brillantes del libro. A este paso, la docena que ya ha pagado su pensión completa se va a encontrar con que algún okupa indocumentado trate de usurparle el puesto.
En fin, confío en que al final el libro se llene con los inquilinos adecuados, y que sus andanzas os hagan disfrutar en la misma medida en que yo estoy padeciendo para terminarlo.
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