Acabo de abrir el baúl de los recuerdos, y encuentro en él algunos artículos y cuentos que tienen que ver con mis últimas aventuras literarias.
Los retazos que a continuación os muestro no guardan una cronología correcta, que -por otra parte- no tendría sentido, después de tanto tiempo sin escribir nada, sino que más bien pretenden que sepais algo de mi vida y de mi obra en los últimos tiempos...
Así, no hace mucho, escribí esta reseña para la revista que la Peña Cultural "La Aldaba", de La Pedraja de Portillo, edita cada año, con motivo de la celebración de su semana cultural...
Delibes, un genio eterno
Cuando oí hablar por primera vez de Miguel Delibes, rondaría yo esa edad crítica presidida por un espíritu de rebeldía ingobernable, y en la que los descubrimientos físicos y sentimentales se desbordaban constantemente, plenos de pirotécnico apogeo.
Acababa de iniciar mi andadura por las aulas y pasillos de un instituto vallisoletano cuando un profesor, que compartía la docencia con la estola y los viáticos en una parroquia vecina, nos encargó a sus alumnos de primero de bachillerato la lectura de dos libritos, titulados “Las ratas” y “El camino”.
Debo confesar, antes de seguir sembrando de palabras los surcos del folio, que desde niño fui propenso a la lectura de libros consistentes y voluminosos. Antes de tomar la primera comunión ya conocía las biografías de personajes como Alejandro Magno, Rasputín, Napoleón o Lawrence de Arabia, y poco después me abismé en la lectura de las obras casi completas de Julio Verne o de Emilio Salgari.
Por eso, acostumbrado como estaba a los tochos exuberantes de páginas y menudos de letra, cuando aquellos dos libritos diminutos (pero sólo en extensión) cayeron entre mis manos, pensé que no habrían de durarme un santiamén.
Codearme con El Nini o con Daniel El mochuelo fue como regresar de agotadores viajes por los lejanos archipiélagos malayos, los paradisíacos mares del Caribe, las inabarcables praderas americanas, los insondables fondos de la geografía abisal o los desiertos lunares, para descubrir que —sin ir más lejos— el pueblo castellano, viejo y recio y arquetípico, donde pasaba las vacaciones también tenía miles de hermosas historias dignas de ser contadas, y centenares de personajes que desde su pobreza, su decencia o su laboriosidad, merecían un respeto que acababa convirtiéndolos en héroes literarios.
Tal vez hoy a muchos jóvenes Delibes, o sus argumentos, les parezcan anacrónicos o desfasados, acostumbrados como están a los ordenadores, la telebasura, las consolas y las maquinitas de videojuegos; pero si, como hice yo hace un aluvión de años, deciden emprender esas breves y digeribles lecturas —o la de “Los santos inocentes”, con el Paco, la Régula y ese Azarías que clavó a la perfección en el celuloide el inolvidable Paco Rabal, que se comía los mocos y adoraba a su milana bonita—, descubrirán que la prosa del genial escritor es atractiva, entretenida y contemporánea, y latente como un corazón vivo; además de suponer un homenaje a sus abuelos, una batalla en defensa de ese pasado que cimenta nuestro porvenir, y un clamor ecologista a favor de esos campos y ríos en peligro de devastación. Pero sobre todo descubrirán que don Miguel era un maestro en el uso del lenguaje y en su combinación. Delibes utilizaba las palabras más sencillas con el lustre que desprende una joya rutilante, y las ajustaba en cada frase con una precisión casi quirúrgica, como si fueran las piezas idóneas y exclusivas de un puzzle que sólo pudieran ser incrustadas donde él las colocaba.
Se nos fue el hombre a pasear y cazar torcaces por los pinares de la eternidad, pero el escritor pervivirá con el corrosivo discurrir de los tiempos como sólo se perpetúan los artistas universales, cediéndonos su majestuosa obra en heredad.
Seguramente, si aquel sacerdote que me recomendó (y en aquellas calendas recomendación era sinónimo de obligación) la lectura de aquellos libros, supiera que hoy soy yo el que le toma libremente el relevo recomendatorio, sonreiría, y pensaría —tan evangélico como era— que sus convenientes recomendaciones (otras no lo fueron tanto) no cayeron entre piedras yermas. O, al menos, no en los casos que sirvieron para que algunos adolescentes descubriéramos que, además de las diversiones propias de la edad, existía una literatura rubricada por un señor de Valladolid que sólo por su proximidad, su ternura y su aparente sencillez nos parecía simplemente genial.
También tuve ocasión hace unos meses de verter la siguiente opinión sobre una novela genial desde los micrófonos de PUNTO RADIO...
Cuando oí hablar por primera vez de Miguel Delibes, rondaría yo esa edad crítica presidida por un espíritu de rebeldía ingobernable, y en la que los descubrimientos físicos y sentimentales se desbordaban constantemente, plenos de pirotécnico apogeo.
Acababa de iniciar mi andadura por las aulas y pasillos de un instituto vallisoletano cuando un profesor, que compartía la docencia con la estola y los viáticos en una parroquia vecina, nos encargó a sus alumnos de primero de bachillerato la lectura de dos libritos, titulados “Las ratas” y “El camino”.
Debo confesar, antes de seguir sembrando de palabras los surcos del folio, que desde niño fui propenso a la lectura de libros consistentes y voluminosos. Antes de tomar la primera comunión ya conocía las biografías de personajes como Alejandro Magno, Rasputín, Napoleón o Lawrence de Arabia, y poco después me abismé en la lectura de las obras casi completas de Julio Verne o de Emilio Salgari.
Por eso, acostumbrado como estaba a los tochos exuberantes de páginas y menudos de letra, cuando aquellos dos libritos diminutos (pero sólo en extensión) cayeron entre mis manos, pensé que no habrían de durarme un santiamén.
Codearme con El Nini o con Daniel El mochuelo fue como regresar de agotadores viajes por los lejanos archipiélagos malayos, los paradisíacos mares del Caribe, las inabarcables praderas americanas, los insondables fondos de la geografía abisal o los desiertos lunares, para descubrir que —sin ir más lejos— el pueblo castellano, viejo y recio y arquetípico, donde pasaba las vacaciones también tenía miles de hermosas historias dignas de ser contadas, y centenares de personajes que desde su pobreza, su decencia o su laboriosidad, merecían un respeto que acababa convirtiéndolos en héroes literarios.
Tal vez hoy a muchos jóvenes Delibes, o sus argumentos, les parezcan anacrónicos o desfasados, acostumbrados como están a los ordenadores, la telebasura, las consolas y las maquinitas de videojuegos; pero si, como hice yo hace un aluvión de años, deciden emprender esas breves y digeribles lecturas —o la de “Los santos inocentes”, con el Paco, la Régula y ese Azarías que clavó a la perfección en el celuloide el inolvidable Paco Rabal, que se comía los mocos y adoraba a su milana bonita—, descubrirán que la prosa del genial escritor es atractiva, entretenida y contemporánea, y latente como un corazón vivo; además de suponer un homenaje a sus abuelos, una batalla en defensa de ese pasado que cimenta nuestro porvenir, y un clamor ecologista a favor de esos campos y ríos en peligro de devastación. Pero sobre todo descubrirán que don Miguel era un maestro en el uso del lenguaje y en su combinación. Delibes utilizaba las palabras más sencillas con el lustre que desprende una joya rutilante, y las ajustaba en cada frase con una precisión casi quirúrgica, como si fueran las piezas idóneas y exclusivas de un puzzle que sólo pudieran ser incrustadas donde él las colocaba.
Se nos fue el hombre a pasear y cazar torcaces por los pinares de la eternidad, pero el escritor pervivirá con el corrosivo discurrir de los tiempos como sólo se perpetúan los artistas universales, cediéndonos su majestuosa obra en heredad.
Seguramente, si aquel sacerdote que me recomendó (y en aquellas calendas recomendación era sinónimo de obligación) la lectura de aquellos libros, supiera que hoy soy yo el que le toma libremente el relevo recomendatorio, sonreiría, y pensaría —tan evangélico como era— que sus convenientes recomendaciones (otras no lo fueron tanto) no cayeron entre piedras yermas. O, al menos, no en los casos que sirvieron para que algunos adolescentes descubriéramos que, además de las diversiones propias de la edad, existía una literatura rubricada por un señor de Valladolid que sólo por su proximidad, su ternura y su aparente sencillez nos parecía simplemente genial.
También tuve ocasión hace unos meses de verter la siguiente opinión sobre una novela genial desde los micrófonos de PUNTO RADIO...
CALLE FERIA, de Tomás Sánchez Santiago
La calidad en la literatura no es cosa de la inmediatez, ni de la modernidad ni de las últimas tendencias que marcan estilo y saturan de forma efímera los escaparates de las librerías. Hace algún tiempo, nuestro eximio Premio Cervantes, José Jiménez Lozano, me desvelaba que los libros son, de alguna manera, comparables a los árboles, que su sombra crece sin prisas, y que el grosor de su tronco y la frondosidad de sus ramas se enraízan o se agostan con el juicio incontestable de los lectores y del tiempo.
La novela que hoy traigo a estos micrófonos no es un pimpollo que pueda arruinarse y pasar al olvido con las primeras heladas invernales, sino que se trata de la obra que más me ha impresionado en los últimos tiempos, en los que llegar al último párrafo de la mayoría de los libros cuya lectura emprendo se me antoja poco menos que un milagro inexplicable. Una de esas obras que uno no puede dejar de leer hasta que le vence el sueño, y que se incorporan al paisaje de un dormitorio como si de una lámpara o de una mesita de noche se tratara.
Calle Feria, de Tomás Sánchez Santiago no es una novela al uso. En ella, como si fuera una trastienda sin fondo, caben relatos, críticas de cine, artículos periodísticos, recuerdos… Podría pensarse incluso que la obra del poeta y profesor zamorano no es una novela, sino un libro cervantino de extraordinarios relatos breves.
Ambientada en la precaria Zamora de posguerra, Calle Feria me recuerda a las historias que Sherezade narraba en Las mil y una noches. Sus protagonistas, casi todos comerciantes de esa calle mercantil, se reunían cada noche, al sereno, o al serano, que dicen ellos, para ponerse al día de las actividades laborales, de la sana competencia de artículos y precios, del discurrir sencillo de la vida, como si de un diario hablado se tratara… pero también les quedaba humor y talento para fabular anécdotas y aventuras cuajadas de una creatividad desbordante, que hábilmente el autor dilata, creando esa intriga en el lector, esa necesidad de seguir leyendo, ese cordón de impaciencia que ni las tijeras de filo más aguzado pueden cercenar.
Calle Feria es, sin lugar a dudas, una de las obras maestras escritas en lengua castellana en los últimos tiempos, una novela con un lenguaje rico y preciso, con un estilo literario majestuoso, con una riqueza argumental rutilante. Una novela que engancha y emociona. Una novela cuya lectura resulta imprescindible para los amantes de la literatura de calidad, que se preocupan más de la sutileza de una metáfora que del impacto medioambiental de un bestseller capaz de convertir en papel insulso un bosque.
Calle Feria podría atribuirse al discípulo más aventajado de Borges, o de los fabulistas orientales, pero nos queda el orgullo de poder presumir de que ha sido escrita y rubricada por un señor de Zamora, alquimista de palabras y sentimientos, que escribe como los ángeles, si es que los ángeles son capaces de escribir.
¡Ah!, se me olvidaba, publicada por Algaida en 2007, Calle Feria fue santificada con XI Premio de Novela “Ciudad de Salamanca”… pero eso, es lo de menos.
La calidad en la literatura no es cosa de la inmediatez, ni de la modernidad ni de las últimas tendencias que marcan estilo y saturan de forma efímera los escaparates de las librerías. Hace algún tiempo, nuestro eximio Premio Cervantes, José Jiménez Lozano, me desvelaba que los libros son, de alguna manera, comparables a los árboles, que su sombra crece sin prisas, y que el grosor de su tronco y la frondosidad de sus ramas se enraízan o se agostan con el juicio incontestable de los lectores y del tiempo.
La novela que hoy traigo a estos micrófonos no es un pimpollo que pueda arruinarse y pasar al olvido con las primeras heladas invernales, sino que se trata de la obra que más me ha impresionado en los últimos tiempos, en los que llegar al último párrafo de la mayoría de los libros cuya lectura emprendo se me antoja poco menos que un milagro inexplicable. Una de esas obras que uno no puede dejar de leer hasta que le vence el sueño, y que se incorporan al paisaje de un dormitorio como si de una lámpara o de una mesita de noche se tratara.
Calle Feria, de Tomás Sánchez Santiago no es una novela al uso. En ella, como si fuera una trastienda sin fondo, caben relatos, críticas de cine, artículos periodísticos, recuerdos… Podría pensarse incluso que la obra del poeta y profesor zamorano no es una novela, sino un libro cervantino de extraordinarios relatos breves.
Ambientada en la precaria Zamora de posguerra, Calle Feria me recuerda a las historias que Sherezade narraba en Las mil y una noches. Sus protagonistas, casi todos comerciantes de esa calle mercantil, se reunían cada noche, al sereno, o al serano, que dicen ellos, para ponerse al día de las actividades laborales, de la sana competencia de artículos y precios, del discurrir sencillo de la vida, como si de un diario hablado se tratara… pero también les quedaba humor y talento para fabular anécdotas y aventuras cuajadas de una creatividad desbordante, que hábilmente el autor dilata, creando esa intriga en el lector, esa necesidad de seguir leyendo, ese cordón de impaciencia que ni las tijeras de filo más aguzado pueden cercenar.
Calle Feria es, sin lugar a dudas, una de las obras maestras escritas en lengua castellana en los últimos tiempos, una novela con un lenguaje rico y preciso, con un estilo literario majestuoso, con una riqueza argumental rutilante. Una novela que engancha y emociona. Una novela cuya lectura resulta imprescindible para los amantes de la literatura de calidad, que se preocupan más de la sutileza de una metáfora que del impacto medioambiental de un bestseller capaz de convertir en papel insulso un bosque.
Calle Feria podría atribuirse al discípulo más aventajado de Borges, o de los fabulistas orientales, pero nos queda el orgullo de poder presumir de que ha sido escrita y rubricada por un señor de Zamora, alquimista de palabras y sentimientos, que escribe como los ángeles, si es que los ángeles son capaces de escribir.
¡Ah!, se me olvidaba, publicada por Algaida en 2007, Calle Feria fue santificada con XI Premio de Novela “Ciudad de Salamanca”… pero eso, es lo de menos.
Durante las Navidades pasadas un buen número de autores e ilustradores afrontamos el reto de intentar que segundas partes no fueran malas, y así prolongamos el proyecto cultural "CONTAMOS LA NAVIDAD" con la edición de "La Navidad cuenta", que también fue editada por IMPRESIÓN PUNTO Y SEGUIDO, con una tirada superior a los 10.000 ejemplares, repartidos por buena parte de la geografía nacional. Diego Chamorro se encargó de la maquetación, Alberto R. Torices perpetró el prólogo, Félix Rodríguez se ocupó de la cubierta, el encarte y la ilustración del cuento de Carlos Aganzo, y así respectivamente Vicente Álvarez y Ricardo Palomino, Pablo Andrés Escapa y Mar Herrero, Luis Artigue y David Granados Niubó, Fernando Conde y Óscar Santos, Gregorio Fernández Castañón y Miguel Lage, José manuel de la Huerga y Xiana Alonso, Braulio Llamero y Conrad Roset, Macarena Márquez y "La Chica de la Segunda Fila", José María Merino y Andrés Coello, Mª Ángeles Pérez Guinovart y Charo S. Garnacho, Asís Pino -que conmemoró así el centenario del nacimiento de su abuelo, el gran poeta francisco Pino- y Ana Bustelo, Felicitas Rebaque y Silvia Álvarez López-Dóriga, Santiago Redondo Vega y Julia D. Velázquez, Boris Rozas y Claudia Carrillo, Pilar Salamanca y Albar Cepeda, Mar Sancho y Verónica Navarro, los poetas Timoteo Herrero Herrera y José luis Martín Cea, y mi inseparable Carlos Velasco García y yo, nos convertimos en parejas de baile que plasmamos sobre la pista del folio nuestras palabras e ilustraciones tan magníficas como gratuitas para que la cultura siga estando al alcance de todos.
Añado a continuación el microrrelato "El emigrante", que Félix Rodríguez incorporó al encarte marcapáginas, y el relato "El rapsoda del Guoguelén", al que Carlos Velasco tendió las manos de una amistad que jamás podrán alterar la adversidad, la distancia ni la artrosis.
El emigrante
El emigrante tuvo que dar tres vueltas a la manzana para terminar de cerciorarse de que lo que buscaba ya no estaba allí. Había tardado demasiado tiempo en volver a casa por Navidad.
El rapsoda del Goguelén
Su cruce de piernas habría resultado remotamente insinuante si aquella pobre lunática hubiera tenido treinta años menos, y a mí no me hubiese sorprendido aquella noche deambulando por los laberintos de la melancolía con unos cuantos tragos de más.
Tal vez fuera ése, no obstante, el motivo que me impulsó a acercarme a ella. Ése, o el gesto convincente de sus dedos, que me invitaban a adentrarme bajo la bóveda cimbrada por la humareda densa, casi aprehensible, que se había adueñado de aquel disco bar en el que había penetrado, empujado por el azar.
Cuando llegué junto a la silla que ocupaba, justo delante de una pila de abrigos que los jóvenes que iban llegando al cotillón habían amontonado, comprobé que me había quedado corto a la hora de estimar la edad que debía de delatar ese carné de identidad que seguramente guardaría en un sempiterno bolso de charol negro, conservado entre bolitas de naftalina, junto a un pañuelo de encaje y un frasquito de perfume barato. Aquella anciana, que pese a todo parecía rebelarse con dignidad contra los estragos del tiempo, había rebasado ampliamente esa edad de la incertidumbre en que la realidad pierde su rigor para mezclarse con las fantasías que uno amasa a su antojo. Esa edad que yo empezaba a rondar, y en la que casi a diario me sumergía cada vez que ahormaba a mi conveniencia la imagen difuminada de una relación que fue especial hasta que mi última pareja decidió que dejara de serlo. Porque aunque un día me dijo que su vida ya no tenía sentido conmigo, yo tuve a partir de ese momento la intuición de que la mía no volvería a tenerlo sin ella. Desde aquella lejana mañana de finales de un mes de mayo lluvioso en que recogió sus bártulos en una maleta, y se fue sin darme un beso siquiera, sin alimentar de esperanzas imposibles y de palabras balsámicas su despedida, sin mirar atrás por si su sombra dejaba rehenes por el camino, mantuve la absurda sospecha de que nunca volvería a querer a nadie como la quise a ella, de que nunca volvería a rozar otros labios, ni a fundir otro cuerpo con el calor de mis abrazos, ni a prodigar mis caricias sobre la piel sedosa de otra mujer que pudiera comparársela.
La anciana apretó débilmente mis dedos con su mano condecorada de manchas y conquistada por la artrosis. Me dijo algo, pero no logré entenderla. La música retumbaba demasiado para mi gusto, pues atrás habían quedado otras épocas en las que me lanzaba a las pasarelas de baile para danzar como una marioneta. Ni siquiera podía entender quién me había mandado meterme en aquel bar de pijos la noche en que ningún niño puede dormir, porque todos están esperando impacientes los regalos que acordonarán el árbol de Navidad cuando amanezca el día de Reyes, sin darse cuenta al levantarse de que las colillas que han dejado los Magos en el cenicero del salón son, casualmente, de la misma marca de tabaco que fuman sus padres.
La mujeruca seguía hablando, pero sus palabras se escabullían entre los estribillos de las canciones y el humo de los cigarros. Por eso opté por agacharme, aunque al ponerme en cuclillas me chascaran todas las articulaciones y corriese el riesgo de que se dislocara alguno de mis huesos.
Cuando volvió a tomar mi mano percibí el temblor de sus dedos, y bastaron sus primeras palabras audibles para que comprendiera que a aquella mujer se le había ido el juicio, facturado en un viaje sin retorno, dentro de un tren que rendía destino en la estación de la locura.
-Ya sabía yo que algún día nos volveríamos a ver, rapsoda mío.
La miré fijamente, con más detenimiento aún. Por si fuera yo el que estaba pasado de vueltas, y ella alguien a quien hubiese conocido en algún episodio anterior de mi atribulada existencia. Pero, por más que lo intenté, no conseguí asociarla con alguna de las muchas andanzas que habían protagonizado el calvario de mis días.
-Lo siento señora, no recuerdo… -intenté disculparme, presa de la confusión.
-Sigues tan despistado como siempre, recluido en tu mundo de sueños -aseguró-. He preguntado muchas veces por ti en el Goguelén, pero nadie ha sabido darme razón de tu paradero. No obstante, estaba segura de que antes o después nos volveríamos a encontrar.
-¿El Goguelén? -inquirí, sin salir de mi asombro.
-Sí, hombre. No finjas que no te acuerdas de ese restaurante maravilloso con arañas de cristal en el techo y vistas a los jardines del Campo Grande, donde tocabas el violín y recitabas poemas de Baudelaire y de Mallarmé y de Juan Ramón y de Lorca, y también de Machado y de Neruda, mientras que los clientes degustábamos las viandas más exquisitas y los vinos más aromáticos. ¿O es que no te acuerdas tampoco de los versos enfebrecidos de amor que me susurrabas al oído cuando no se percataba nadie? -hizo una ligera pausa para recobrar el aliento, y añadió con un tono de pomposa confidencialidad-: mañana mi hijo mayor ha reservado mesa allí para toda la familia, para que celebremos la festividad de la Epifanía como Dios manda.
Definitivamente, decidí que aquella mujer de lenguaje culto y modales aristocráticos estaba loca de atar. Iba a emprender la huída cuando sentí una leve presión en mi hombro. Me incorporé, y al girarme me enfrenté estupefacto con una aparición mitológica.
-No hagas caso a mi abuela, es una cargante, y siempre está repitiendo la misma copla -confesó, a modo de presentación, aquella ninfa de líneas sinuosas, cabellos castaños y ojos claros-. Seguro que también te ha tomado por el rapsoda de su dichoso Goguelén.
Asentí con la cabeza, sin soltar palabra alguna.
Pese a sus airadas protestas, la muchacha consiguió que me zafara de la anciana. Con cierta dificultad nos abrimos camino entre la maraña de parroquianos del garito, hasta que pudimos apoyar nuestros codos en una esquina de la barra, que estaba tan concurrida como una estación de metro en hora punta.
-Me llamo Diana, ¿y tú? -me dijo, abriendo el abanico de su sonrisa, aquella preciosidad que parecía un ángel sin alas.
No es que me desagradara la situación, ni la repentina compañía, que hacía reverdecer mis instintos donjuanescos; pero no me sentía en condiciones de comprender si el alcohol trasegado me estaba jugando una mala pasada o si alguien habría vertido un filtro alucinógeno en alguno de los numerosos cubalibres que me había echado al coleto desde que salí de mi apartamento. Nada de lo que me estaba ocurriendo era normal. Ni lo de aquella anciana perturbada, que podía ser mi madre, y que me confundía con un recitador de versos que trabajaba en un restaurante que sólo existía en su destartalada sesera. Ni lo de aquella muchacha, que podía ser mi hija, y que se había puesto a tutearme y a monopolizar la conversación, sin reparar en la diferencia de edad que nos distanciaba, supongo que por el mero hecho de que yo no había mandado a hacer gárgaras a su abuela. Aunque tampoco quise descartar a aquellas horas delirantes de la madrugada la teoría de que la presunta abuela fuera un gancho, y la nieta una pintora de carteras que buscara un madurito solitario, al que robarle la suya al menor descuido que tuviese, después, eso sí, de que le hubiera patrocinado unos cuantos vodkas con zumo de naranja natural y mucho hielo.
Sin embargo, todas mis aventuradas hipótesis se fueron al garete cuando sacó un billete de cincuenta pavos del bolsillo trasero de sus ajustados tejanos y se lo ofreció a la camarera para que se cobrara las consumiciones que habíamos pedido.
Le devolví la invitación, y luego fue ella la que pagó otra ronda, y antes de que las distancias se acortasen, y pasáramos al capítulo de las confidencias, pedí otro par de combinados, para igualar el tanteador.
Mientras dábamos un sorbo corto, casi desganado, al líquido que contenían nuestros vasos se acercó otra chica que parecía un calco de Diana. No se molestó ni en presentarse, pero tendría que estar mucho más borracho de lo que estaba para no comprender que aquella era su hermana. De su breve conversación, entresaqué que la avisaba de que se había hecho muy tarde para la abuela, y que iba a ocuparse de llevarla a casa.
Diana fue a despedirse de la mujer que me había convertido en un espejismo lírico, y la ayudó a colocarse un chaquetón de paño gris. Esperó a que desapareciera, colgada del brazo de su hermana entre los noctámbulos que abarrotaban el local, y regresó para arrastrarme hasta la pista de baile. Cerró la aterciopelada tenaza de sus manos sobre mi nuca, y noté el contacto seductor de sus palabras y de sus labios que rozaban mi cuello. Percibí una especie de estremecimiento, y aunque estábamos rodeados de parejas, me sentí como si no hubiera más moradores que nosotros dos sobre la faz de la tierra.
No quise romper el encanto, preguntándole qué hacían dos nietas en edad de ligar y divertirse sacando de marcha la noche de Reyes a una abuela que tenía la cabeza como una jaula de grillos. Tal vez fuera una promesa, o una costumbre ancestral, que se remontaba a tiempos pasados, y que repetían de año en año. En cualquier caso, sólo me preocupé de disfrutar aquellos momentos, y de dejarme ir entre los brazos de aquella criatura que me hacía sentir como un adolescente.
Cuando puso sus labios sobre los míos, y llenó mi boca con su lengua dulce y cálida, antes de preguntarme si quería que rematáramos la fiesta en privado, supuse que ése debía de ser el obsequio con el que los Reyes Magos deseaban que espantara esa noche los fantasmas de la nostalgia.
Salimos enseguida del establecimiento, y la abracé para que no acusara las acometidas casi glaciares de la ventisca que fustigaba las calles. Aquel abrazo sirvió para mantener intacto el hechizo, y para que durante el corto trayecto que nos separaba de mi domicilio sólo pudiera pensar en cuál sería el color de su ropa interior, y en los resortes que tendría que volver a tocar, tantos calendarios después, para hacer vibrar entre las sábanas de mi cama un cuerpo femenino, desnudo, y mucho más fogoso que el mío.
Estaba tan excitado, que me había olvidado por completo de que Diana no podía ser en ningún caso un regalo de sus majestades de Oriente; entre otras razones porque hace varios lustros que los únicos reyes en los que creo son aquellos que sirven para ganar los órdagos a grande en las partidas de mus.
Su cruce de piernas habría resultado remotamente insinuante si aquella pobre lunática hubiera tenido treinta años menos, y a mí no me hubiese sorprendido aquella noche deambulando por los laberintos de la melancolía con unos cuantos tragos de más.
Tal vez fuera ése, no obstante, el motivo que me impulsó a acercarme a ella. Ése, o el gesto convincente de sus dedos, que me invitaban a adentrarme bajo la bóveda cimbrada por la humareda densa, casi aprehensible, que se había adueñado de aquel disco bar en el que había penetrado, empujado por el azar.
Cuando llegué junto a la silla que ocupaba, justo delante de una pila de abrigos que los jóvenes que iban llegando al cotillón habían amontonado, comprobé que me había quedado corto a la hora de estimar la edad que debía de delatar ese carné de identidad que seguramente guardaría en un sempiterno bolso de charol negro, conservado entre bolitas de naftalina, junto a un pañuelo de encaje y un frasquito de perfume barato. Aquella anciana, que pese a todo parecía rebelarse con dignidad contra los estragos del tiempo, había rebasado ampliamente esa edad de la incertidumbre en que la realidad pierde su rigor para mezclarse con las fantasías que uno amasa a su antojo. Esa edad que yo empezaba a rondar, y en la que casi a diario me sumergía cada vez que ahormaba a mi conveniencia la imagen difuminada de una relación que fue especial hasta que mi última pareja decidió que dejara de serlo. Porque aunque un día me dijo que su vida ya no tenía sentido conmigo, yo tuve a partir de ese momento la intuición de que la mía no volvería a tenerlo sin ella. Desde aquella lejana mañana de finales de un mes de mayo lluvioso en que recogió sus bártulos en una maleta, y se fue sin darme un beso siquiera, sin alimentar de esperanzas imposibles y de palabras balsámicas su despedida, sin mirar atrás por si su sombra dejaba rehenes por el camino, mantuve la absurda sospecha de que nunca volvería a querer a nadie como la quise a ella, de que nunca volvería a rozar otros labios, ni a fundir otro cuerpo con el calor de mis abrazos, ni a prodigar mis caricias sobre la piel sedosa de otra mujer que pudiera comparársela.
La anciana apretó débilmente mis dedos con su mano condecorada de manchas y conquistada por la artrosis. Me dijo algo, pero no logré entenderla. La música retumbaba demasiado para mi gusto, pues atrás habían quedado otras épocas en las que me lanzaba a las pasarelas de baile para danzar como una marioneta. Ni siquiera podía entender quién me había mandado meterme en aquel bar de pijos la noche en que ningún niño puede dormir, porque todos están esperando impacientes los regalos que acordonarán el árbol de Navidad cuando amanezca el día de Reyes, sin darse cuenta al levantarse de que las colillas que han dejado los Magos en el cenicero del salón son, casualmente, de la misma marca de tabaco que fuman sus padres.
La mujeruca seguía hablando, pero sus palabras se escabullían entre los estribillos de las canciones y el humo de los cigarros. Por eso opté por agacharme, aunque al ponerme en cuclillas me chascaran todas las articulaciones y corriese el riesgo de que se dislocara alguno de mis huesos.
Cuando volvió a tomar mi mano percibí el temblor de sus dedos, y bastaron sus primeras palabras audibles para que comprendiera que a aquella mujer se le había ido el juicio, facturado en un viaje sin retorno, dentro de un tren que rendía destino en la estación de la locura.
-Ya sabía yo que algún día nos volveríamos a ver, rapsoda mío.
La miré fijamente, con más detenimiento aún. Por si fuera yo el que estaba pasado de vueltas, y ella alguien a quien hubiese conocido en algún episodio anterior de mi atribulada existencia. Pero, por más que lo intenté, no conseguí asociarla con alguna de las muchas andanzas que habían protagonizado el calvario de mis días.
-Lo siento señora, no recuerdo… -intenté disculparme, presa de la confusión.
-Sigues tan despistado como siempre, recluido en tu mundo de sueños -aseguró-. He preguntado muchas veces por ti en el Goguelén, pero nadie ha sabido darme razón de tu paradero. No obstante, estaba segura de que antes o después nos volveríamos a encontrar.
-¿El Goguelén? -inquirí, sin salir de mi asombro.
-Sí, hombre. No finjas que no te acuerdas de ese restaurante maravilloso con arañas de cristal en el techo y vistas a los jardines del Campo Grande, donde tocabas el violín y recitabas poemas de Baudelaire y de Mallarmé y de Juan Ramón y de Lorca, y también de Machado y de Neruda, mientras que los clientes degustábamos las viandas más exquisitas y los vinos más aromáticos. ¿O es que no te acuerdas tampoco de los versos enfebrecidos de amor que me susurrabas al oído cuando no se percataba nadie? -hizo una ligera pausa para recobrar el aliento, y añadió con un tono de pomposa confidencialidad-: mañana mi hijo mayor ha reservado mesa allí para toda la familia, para que celebremos la festividad de la Epifanía como Dios manda.
Definitivamente, decidí que aquella mujer de lenguaje culto y modales aristocráticos estaba loca de atar. Iba a emprender la huída cuando sentí una leve presión en mi hombro. Me incorporé, y al girarme me enfrenté estupefacto con una aparición mitológica.
-No hagas caso a mi abuela, es una cargante, y siempre está repitiendo la misma copla -confesó, a modo de presentación, aquella ninfa de líneas sinuosas, cabellos castaños y ojos claros-. Seguro que también te ha tomado por el rapsoda de su dichoso Goguelén.
Asentí con la cabeza, sin soltar palabra alguna.
Pese a sus airadas protestas, la muchacha consiguió que me zafara de la anciana. Con cierta dificultad nos abrimos camino entre la maraña de parroquianos del garito, hasta que pudimos apoyar nuestros codos en una esquina de la barra, que estaba tan concurrida como una estación de metro en hora punta.
-Me llamo Diana, ¿y tú? -me dijo, abriendo el abanico de su sonrisa, aquella preciosidad que parecía un ángel sin alas.
No es que me desagradara la situación, ni la repentina compañía, que hacía reverdecer mis instintos donjuanescos; pero no me sentía en condiciones de comprender si el alcohol trasegado me estaba jugando una mala pasada o si alguien habría vertido un filtro alucinógeno en alguno de los numerosos cubalibres que me había echado al coleto desde que salí de mi apartamento. Nada de lo que me estaba ocurriendo era normal. Ni lo de aquella anciana perturbada, que podía ser mi madre, y que me confundía con un recitador de versos que trabajaba en un restaurante que sólo existía en su destartalada sesera. Ni lo de aquella muchacha, que podía ser mi hija, y que se había puesto a tutearme y a monopolizar la conversación, sin reparar en la diferencia de edad que nos distanciaba, supongo que por el mero hecho de que yo no había mandado a hacer gárgaras a su abuela. Aunque tampoco quise descartar a aquellas horas delirantes de la madrugada la teoría de que la presunta abuela fuera un gancho, y la nieta una pintora de carteras que buscara un madurito solitario, al que robarle la suya al menor descuido que tuviese, después, eso sí, de que le hubiera patrocinado unos cuantos vodkas con zumo de naranja natural y mucho hielo.
Sin embargo, todas mis aventuradas hipótesis se fueron al garete cuando sacó un billete de cincuenta pavos del bolsillo trasero de sus ajustados tejanos y se lo ofreció a la camarera para que se cobrara las consumiciones que habíamos pedido.
Le devolví la invitación, y luego fue ella la que pagó otra ronda, y antes de que las distancias se acortasen, y pasáramos al capítulo de las confidencias, pedí otro par de combinados, para igualar el tanteador.
Mientras dábamos un sorbo corto, casi desganado, al líquido que contenían nuestros vasos se acercó otra chica que parecía un calco de Diana. No se molestó ni en presentarse, pero tendría que estar mucho más borracho de lo que estaba para no comprender que aquella era su hermana. De su breve conversación, entresaqué que la avisaba de que se había hecho muy tarde para la abuela, y que iba a ocuparse de llevarla a casa.
Diana fue a despedirse de la mujer que me había convertido en un espejismo lírico, y la ayudó a colocarse un chaquetón de paño gris. Esperó a que desapareciera, colgada del brazo de su hermana entre los noctámbulos que abarrotaban el local, y regresó para arrastrarme hasta la pista de baile. Cerró la aterciopelada tenaza de sus manos sobre mi nuca, y noté el contacto seductor de sus palabras y de sus labios que rozaban mi cuello. Percibí una especie de estremecimiento, y aunque estábamos rodeados de parejas, me sentí como si no hubiera más moradores que nosotros dos sobre la faz de la tierra.
No quise romper el encanto, preguntándole qué hacían dos nietas en edad de ligar y divertirse sacando de marcha la noche de Reyes a una abuela que tenía la cabeza como una jaula de grillos. Tal vez fuera una promesa, o una costumbre ancestral, que se remontaba a tiempos pasados, y que repetían de año en año. En cualquier caso, sólo me preocupé de disfrutar aquellos momentos, y de dejarme ir entre los brazos de aquella criatura que me hacía sentir como un adolescente.
Cuando puso sus labios sobre los míos, y llenó mi boca con su lengua dulce y cálida, antes de preguntarme si quería que rematáramos la fiesta en privado, supuse que ése debía de ser el obsequio con el que los Reyes Magos deseaban que espantara esa noche los fantasmas de la nostalgia.
Salimos enseguida del establecimiento, y la abracé para que no acusara las acometidas casi glaciares de la ventisca que fustigaba las calles. Aquel abrazo sirvió para mantener intacto el hechizo, y para que durante el corto trayecto que nos separaba de mi domicilio sólo pudiera pensar en cuál sería el color de su ropa interior, y en los resortes que tendría que volver a tocar, tantos calendarios después, para hacer vibrar entre las sábanas de mi cama un cuerpo femenino, desnudo, y mucho más fogoso que el mío.
Estaba tan excitado, que me había olvidado por completo de que Diana no podía ser en ningún caso un regalo de sus majestades de Oriente; entre otras razones porque hace varios lustros que los únicos reyes en los que creo son aquellos que sirven para ganar los órdagos a grande en las partidas de mus.
Mis buenos amigos Javier Santamarina y Gregorio Fernández Castañón -al que alguien debería homenajear algún día como se merece, tanto por su obra personal, fastuosamente editada, como por el heroico esfuerzo que desarrolla al frente de la revista Camparredonda y de los libros nacidos al amparo de esa publicación- me pidieron un cuento para sus respectivas revistas de periodicidad anual. Sólo se me ocurrió en aquellos días escribir para ambos el que sigue...
El único hombre
La de las manos pequeñas, la leyenda esa que circula por ahí, la conoce todo el mundo; que si las proporciones, que si uno tiene los dedos cortos, lo otro también. Por eso Benito no fue a la guerra cuando todos los hombres del pueblo fueron llamados a filas. Bueno, por eso, y porque uno tenía que quedarse a cumplir forzosamente con lo de la esquila.
Por eso los sesudos hombres del pueblo eligieron a Benito, porque además de encalamarle la fama de esmirriado, por lo que poco peligro corrían sus mujeres y sus hijas cerca de él, pensaron además que escaso bulto iba a ofrecer a los tiradores enemigos en el frente de batalla aquel alfeñique, y sin embargo, el gañán bien podía valer para mantener la tradición secular que nunca había fallado ni un solo día, según rezaban al menos los anales guardados en el archivo municipal, de que un varón saliera a tocar la esquila en cada esquina, a la caída de la tarde, cuando el pueblo se debatía entre dos luces.
Lo de que Benito la tenía pequeña no era sólo cosa de las comparaciones con sus manos diminutas, casi de zagal en edad de recibir la catequesis, sino de la Pruden, la puñetera nieta de la señora Engracia, que un día salió del pajar de Eufrasio dando gritos y convulsionándose de la risa, hasta tal punto que los primeros que se toparon con ella contaron luego que la habían creído poseída por el tío Camuñas, ese que se llevaba al infierno a los críos desobedientes metidos en un saco.
Pero lo de la Pruden no era cosa del demonio ni estaba para que practicaran un sortilegio con su cuerpo y con su ánimo, ni nada por el estilo. La Pruden, la condenada hija de mala madre, se desternillaba de risa porque, cansada de habladurías, había decidido comprobar si lo de Benito era cierto, y así debía de ser, porque no paraba de reír y de decir, mientras hacía un gesto bastante entendible con dos de sus dedos, que la cosita del Benito era como un pajarito asustado que no se atrevía a salir de su nido.
A raíz de aquel desafortunado encuentro con la Pruden en el pajar de Eufrasio, de donde no se atrevió a salir el pobre Benito en una buena temporada fue de su casa, abochornado por las burlas groseras y los comentarios de mofa que originaba a su paso. Pero luego pasó lo de la guerra y no le quedó más remedio que salir, aunque sólo fuera cada atardecer, para tocar la esquila y cumplir con la tradición.
Claro que nadie contaba con que aquello de la guerra fuera a durar tanto, y tantas mujeres fueran a quedarse tan tristes y tan solas. Y por eso llegó un momento en que muchas empezaron a añorar la compañía de un hombre en la mesa y a sentir la ausencia de su virilidad en el lecho, aunque las malas lenguas ciscaran asegurando que algunas se aliviaban en la oscuridad de su alcoba, o por parejas, cuando fingían reunirse para implorar por la salud de los maridos y los hijos combatientes, e incluso se cotilleaba por lo bajinis que había otras que iban más allá, frecuentando el aprisco de Seve, y en especial los redaños y los calores de la lana de su carnero.
Por eso se reunieron un día unas cuantas en el atrio de la iglesia y se fueron con bríos de horda enardecida a la covacha de la señora Tresca, que tenía fama de bruja, y de recomponer virgos y de estorbar preñeces que no venían a cuento, además de dominar otras muchas artes oscuras y clandestinas que no es menester referir. Y las mujeres del pueblo quisieron saber si lo de Benito tenía algún arreglo, si no había algún unto o bebedizo que le pusiera la flor de pie y se la hiciera crecer un poco al muy camama, que según la Pruden la tenía más canija que la de un perro chico.
La alcahueta al principio no dijo nada, y luego, a los pocos días, convocó de nuevo a la comisión de visitadoras para confesarles que bien se rumiaba ella desde que Benito vino al mundo que había nacido del revés, que ya lo había vaticinado ella, que lo que su madre llevaba en el vientre era una niña que, sin que nadie se lo explicara, en el momento de ver la luz en lugar de con enaguas de lazos rosas había nacido con pololos de vivos azules y un triste colgajo. Y ella aseguraba que nunca se había equivocado en eso, en lo de la condición de la criatura, que lo notaba en las hembras encintas por la forma de la tripa y la color de la piel. Por eso lo de Benito tenía mal arreglo, porque, en su opinión, debían de gustarle más los soldaditos uniformados que las doncellas con faldas.
No obstante la señora Tresca se puso a la faena de buscar allí de donde aparentemente casi nada se podía sacar, y dio con un remedio infalible que susurró al oído de cada una de las que habían solicitado su auxilio, con la condición de que ninguna lo publicara a los cuatro vientos si querían que Benito se comportara en lo sucesivo como era debido y a ellas les convenía.
En los meses siguientes Benito, que no disponía de demasiados posibles ni había tenido a diario un plato caliente que llevarse a la boca ni una tajada jugosa de gocho a la que echarle el diente, se puso recio como un berraco, comenzó a rasurarse cada mañana su rostro otrora lampiño y a frecuentar cada tarde los pucheros y los catres de aquellas que la señora Tresca había predestinado.
También en los meses siguientes los vientres de muchas mozas y de otras menos mozas empezaron a hincharse sin que nadie espetara ningún sarcasmo al respecto, ni siquiera la Pruden, que jamás volvió a reírse de Benito ni a hacer comparaciones agraces sobre las dimensiones de su miembro, aunque, que se sepa, tampoco tuvo ocasión de volver a pillar a solas al mozo en el pajar de Eufrasio para calibrar la magnitud del cambio que se había obrado en su cuerpo, ni de escuchar el remedio de la señora Tresca. Tal vez si ella le hubiese dicho la verdad, cosa bastante improbable por otra parte, se habría enterado del pícaro cambalache que habían urdido entre el petimetre y la bruja, que había convencido a las cándidas mujeres del pueblo de que el tamaño del pajarito no importaba, al tiempo que las aconsejaba que trataran de desplegar sus encantos más convincentes para retornar al presunto desviado a su condición natural de varón.
Fue por mor de ese engaño por lo que en los meses siguientes anduvo Benito tan solicitado, que ni tiempo tuvo siquiera de ocuparse de tocar la esquila cada noche en cada esquina.
Pero eso, ninguna mujer se lo reprochó en el pueblo.
La de las manos pequeñas, la leyenda esa que circula por ahí, la conoce todo el mundo; que si las proporciones, que si uno tiene los dedos cortos, lo otro también. Por eso Benito no fue a la guerra cuando todos los hombres del pueblo fueron llamados a filas. Bueno, por eso, y porque uno tenía que quedarse a cumplir forzosamente con lo de la esquila.
Por eso los sesudos hombres del pueblo eligieron a Benito, porque además de encalamarle la fama de esmirriado, por lo que poco peligro corrían sus mujeres y sus hijas cerca de él, pensaron además que escaso bulto iba a ofrecer a los tiradores enemigos en el frente de batalla aquel alfeñique, y sin embargo, el gañán bien podía valer para mantener la tradición secular que nunca había fallado ni un solo día, según rezaban al menos los anales guardados en el archivo municipal, de que un varón saliera a tocar la esquila en cada esquina, a la caída de la tarde, cuando el pueblo se debatía entre dos luces.
Lo de que Benito la tenía pequeña no era sólo cosa de las comparaciones con sus manos diminutas, casi de zagal en edad de recibir la catequesis, sino de la Pruden, la puñetera nieta de la señora Engracia, que un día salió del pajar de Eufrasio dando gritos y convulsionándose de la risa, hasta tal punto que los primeros que se toparon con ella contaron luego que la habían creído poseída por el tío Camuñas, ese que se llevaba al infierno a los críos desobedientes metidos en un saco.
Pero lo de la Pruden no era cosa del demonio ni estaba para que practicaran un sortilegio con su cuerpo y con su ánimo, ni nada por el estilo. La Pruden, la condenada hija de mala madre, se desternillaba de risa porque, cansada de habladurías, había decidido comprobar si lo de Benito era cierto, y así debía de ser, porque no paraba de reír y de decir, mientras hacía un gesto bastante entendible con dos de sus dedos, que la cosita del Benito era como un pajarito asustado que no se atrevía a salir de su nido.
A raíz de aquel desafortunado encuentro con la Pruden en el pajar de Eufrasio, de donde no se atrevió a salir el pobre Benito en una buena temporada fue de su casa, abochornado por las burlas groseras y los comentarios de mofa que originaba a su paso. Pero luego pasó lo de la guerra y no le quedó más remedio que salir, aunque sólo fuera cada atardecer, para tocar la esquila y cumplir con la tradición.
Claro que nadie contaba con que aquello de la guerra fuera a durar tanto, y tantas mujeres fueran a quedarse tan tristes y tan solas. Y por eso llegó un momento en que muchas empezaron a añorar la compañía de un hombre en la mesa y a sentir la ausencia de su virilidad en el lecho, aunque las malas lenguas ciscaran asegurando que algunas se aliviaban en la oscuridad de su alcoba, o por parejas, cuando fingían reunirse para implorar por la salud de los maridos y los hijos combatientes, e incluso se cotilleaba por lo bajinis que había otras que iban más allá, frecuentando el aprisco de Seve, y en especial los redaños y los calores de la lana de su carnero.
Por eso se reunieron un día unas cuantas en el atrio de la iglesia y se fueron con bríos de horda enardecida a la covacha de la señora Tresca, que tenía fama de bruja, y de recomponer virgos y de estorbar preñeces que no venían a cuento, además de dominar otras muchas artes oscuras y clandestinas que no es menester referir. Y las mujeres del pueblo quisieron saber si lo de Benito tenía algún arreglo, si no había algún unto o bebedizo que le pusiera la flor de pie y se la hiciera crecer un poco al muy camama, que según la Pruden la tenía más canija que la de un perro chico.
La alcahueta al principio no dijo nada, y luego, a los pocos días, convocó de nuevo a la comisión de visitadoras para confesarles que bien se rumiaba ella desde que Benito vino al mundo que había nacido del revés, que ya lo había vaticinado ella, que lo que su madre llevaba en el vientre era una niña que, sin que nadie se lo explicara, en el momento de ver la luz en lugar de con enaguas de lazos rosas había nacido con pololos de vivos azules y un triste colgajo. Y ella aseguraba que nunca se había equivocado en eso, en lo de la condición de la criatura, que lo notaba en las hembras encintas por la forma de la tripa y la color de la piel. Por eso lo de Benito tenía mal arreglo, porque, en su opinión, debían de gustarle más los soldaditos uniformados que las doncellas con faldas.
No obstante la señora Tresca se puso a la faena de buscar allí de donde aparentemente casi nada se podía sacar, y dio con un remedio infalible que susurró al oído de cada una de las que habían solicitado su auxilio, con la condición de que ninguna lo publicara a los cuatro vientos si querían que Benito se comportara en lo sucesivo como era debido y a ellas les convenía.
En los meses siguientes Benito, que no disponía de demasiados posibles ni había tenido a diario un plato caliente que llevarse a la boca ni una tajada jugosa de gocho a la que echarle el diente, se puso recio como un berraco, comenzó a rasurarse cada mañana su rostro otrora lampiño y a frecuentar cada tarde los pucheros y los catres de aquellas que la señora Tresca había predestinado.
También en los meses siguientes los vientres de muchas mozas y de otras menos mozas empezaron a hincharse sin que nadie espetara ningún sarcasmo al respecto, ni siquiera la Pruden, que jamás volvió a reírse de Benito ni a hacer comparaciones agraces sobre las dimensiones de su miembro, aunque, que se sepa, tampoco tuvo ocasión de volver a pillar a solas al mozo en el pajar de Eufrasio para calibrar la magnitud del cambio que se había obrado en su cuerpo, ni de escuchar el remedio de la señora Tresca. Tal vez si ella le hubiese dicho la verdad, cosa bastante improbable por otra parte, se habría enterado del pícaro cambalache que habían urdido entre el petimetre y la bruja, que había convencido a las cándidas mujeres del pueblo de que el tamaño del pajarito no importaba, al tiempo que las aconsejaba que trataran de desplegar sus encantos más convincentes para retornar al presunto desviado a su condición natural de varón.
Fue por mor de ese engaño por lo que en los meses siguientes anduvo Benito tan solicitado, que ni tiempo tuvo siquiera de ocuparse de tocar la esquila cada noche en cada esquina.
Pero eso, ninguna mujer se lo reprochó en el pueblo.
Tras dos años al frente de un magnífico equipo, solté las riendas organizativas de la Feria de la Artesanía y el Ajo de Portillo, pero mi sucesor, Ángel Abad, me pidió el siguiente editorial para la revista de este año...
Romance moderno
Unas nubes se ocultan detrás de la torre que en el castillo antaño sirvió para homenajear. La luna remolona tras ellas se va a acostar. Algunas personas empiezan en la plaza a trajinar. Han madrugado más que el alba, para que el asunto eche a andar. Uno mira al cielo, receloso de que en cualquier momento agua empiece a escañar. Teme que el aguacero que amenaza ahogue las ilusiones de todo un año de zascandilear. Otro, que carga sobre las espaldas las alforjas de la edad, se acerca a él, y le pone la mano en el hombro, esa mano de la que mana un reguero de serenidad. Estate tranquilo, le dice, que si caen han de ser cuatro gotas, que por Mojados viene despejao, y no va a diluviar. El otro observa de reojo la dirección indicada, y quiere creer las palabras del veterano. Ojalá haya hablado con más sabiduría que el hombre del tiempo, cavila, queriéndose reconfortar. Empiezan a llegar furgones y camionetas y coches, y expositores que con mimo sus mercancías en los puestos se ponen a colocar; sin mirar al cielo, fieles a una fe ciega y ancestral, que se basa en que el clima siempre se mostró benévolo con el fin de semana ferial. La plaza huele a preparativos apresurados, a ajos y a capaduras de chorizo de buen curar. Y a mantecados recién cocidos, y a queso envejecido a fuerza de mucho cuajar. Y a esperanza de que azulee el firmamento con su fulgurante rutilar. Los alfareros sacan brillo a sus piezas, y las colocan con maestría y esmero en el vasar. Los ajeros presiden los puestos de la plaza, los suyos son lugares de siempre, no están sujetos a sorteos ni loterías de azar; como sus ajos, sueltos o enhorcados en ristras, destinados a enaltecer pucheros, guisos y ensaladas de egregio yantar, con esa altanería que sólo poseen los productos dignos de ser arrancados de las entrañas de la tierra maternal. Los confiteros se afanan en sus mostradores, y amparan sus mantecados nevados de gloria con rosquillas y ciegas y amarguillos y pastas y empanadas amasadas con trigo candeal. Otros vienen de fuera a completar la muestra. Unos traen vinos; otros, licores darán a probar en esos jarrillos de barro que los cacharreros han torneado con cariño, cada uno de ellos en la rueda de su alfar. Otros extienden embutidos o aceites o fruslerías hilvanadas con pieles de seda e hilos de cristal. Avanza la mañana y suenan dulzainas y tamboriles, que pregonan alborozados la fiesta que va a comenzar. Los puestos lucen de repente sus galas de festival. Los artesanos estrenan sonrisas nuevas y ofrecen bandejas de prueba y bebidas para refrescar. El pueblo abre sus brazos de par en par, como esa mujer hacendosa que nada más levantarse descerraja los cuarterones de las ventanas y pone la casa a ventilar. Acuden autoridades e invitados. Nadie del cielo se ha vuelto a acordar. Ni el que lo miraba receloso por la mañana se ha vuelto a preocupar. Que ya sólo tiene ojos para los puestos bien nutridos y para los visitantes que no paran de llegar. Que bien sabe él que la Feria es como un libro sin escribir, y que por mucho esfuerzo que se haga, al final cada cual, según le haya ido en ella, así la tendrá que contar. Mas, a juzgar por su historia, nunca ha debido de cuadrar del todo mal, que ya van doce con ésta, como los meses del calendario o los apóstoles que Jesús envió a adoctrinar. Ciudadanos del mundo, Portillo está de Feria una edición más. Venid y disfrutadla. Vividla y anunciadla, que es escaparate incomparable de esta magna villa y de las buenas gentes que en ella moran y morarán. Y dejaros en casa las penas y los paraguas, que el cielo por Mojados viene despejao, y este año sobre la Feria de la Artesanía y el Ajo sólo van a jarrear bondades y ganas de gozar.
Unas nubes se ocultan detrás de la torre que en el castillo antaño sirvió para homenajear. La luna remolona tras ellas se va a acostar. Algunas personas empiezan en la plaza a trajinar. Han madrugado más que el alba, para que el asunto eche a andar. Uno mira al cielo, receloso de que en cualquier momento agua empiece a escañar. Teme que el aguacero que amenaza ahogue las ilusiones de todo un año de zascandilear. Otro, que carga sobre las espaldas las alforjas de la edad, se acerca a él, y le pone la mano en el hombro, esa mano de la que mana un reguero de serenidad. Estate tranquilo, le dice, que si caen han de ser cuatro gotas, que por Mojados viene despejao, y no va a diluviar. El otro observa de reojo la dirección indicada, y quiere creer las palabras del veterano. Ojalá haya hablado con más sabiduría que el hombre del tiempo, cavila, queriéndose reconfortar. Empiezan a llegar furgones y camionetas y coches, y expositores que con mimo sus mercancías en los puestos se ponen a colocar; sin mirar al cielo, fieles a una fe ciega y ancestral, que se basa en que el clima siempre se mostró benévolo con el fin de semana ferial. La plaza huele a preparativos apresurados, a ajos y a capaduras de chorizo de buen curar. Y a mantecados recién cocidos, y a queso envejecido a fuerza de mucho cuajar. Y a esperanza de que azulee el firmamento con su fulgurante rutilar. Los alfareros sacan brillo a sus piezas, y las colocan con maestría y esmero en el vasar. Los ajeros presiden los puestos de la plaza, los suyos son lugares de siempre, no están sujetos a sorteos ni loterías de azar; como sus ajos, sueltos o enhorcados en ristras, destinados a enaltecer pucheros, guisos y ensaladas de egregio yantar, con esa altanería que sólo poseen los productos dignos de ser arrancados de las entrañas de la tierra maternal. Los confiteros se afanan en sus mostradores, y amparan sus mantecados nevados de gloria con rosquillas y ciegas y amarguillos y pastas y empanadas amasadas con trigo candeal. Otros vienen de fuera a completar la muestra. Unos traen vinos; otros, licores darán a probar en esos jarrillos de barro que los cacharreros han torneado con cariño, cada uno de ellos en la rueda de su alfar. Otros extienden embutidos o aceites o fruslerías hilvanadas con pieles de seda e hilos de cristal. Avanza la mañana y suenan dulzainas y tamboriles, que pregonan alborozados la fiesta que va a comenzar. Los puestos lucen de repente sus galas de festival. Los artesanos estrenan sonrisas nuevas y ofrecen bandejas de prueba y bebidas para refrescar. El pueblo abre sus brazos de par en par, como esa mujer hacendosa que nada más levantarse descerraja los cuarterones de las ventanas y pone la casa a ventilar. Acuden autoridades e invitados. Nadie del cielo se ha vuelto a acordar. Ni el que lo miraba receloso por la mañana se ha vuelto a preocupar. Que ya sólo tiene ojos para los puestos bien nutridos y para los visitantes que no paran de llegar. Que bien sabe él que la Feria es como un libro sin escribir, y que por mucho esfuerzo que se haga, al final cada cual, según le haya ido en ella, así la tendrá que contar. Mas, a juzgar por su historia, nunca ha debido de cuadrar del todo mal, que ya van doce con ésta, como los meses del calendario o los apóstoles que Jesús envió a adoctrinar. Ciudadanos del mundo, Portillo está de Feria una edición más. Venid y disfrutadla. Vividla y anunciadla, que es escaparate incomparable de esta magna villa y de las buenas gentes que en ella moran y morarán. Y dejaros en casa las penas y los paraguas, que el cielo por Mojados viene despejao, y este año sobre la Feria de la Artesanía y el Ajo sólo van a jarrear bondades y ganas de gozar.
Y poco más me queda por añadir...
Os recomiendo la lectura de "El viaje del idiota", de mi admirado Miguel Paz Cabanas, publicado por "Ediciones El Baile del Sol", y que tuve ocasión de reseñar en el suplemento cultural de ABC de Castilla y León publicado la última nochevieja; y también, "Bárbara de Braganza", biografía de la esposa del rey Fernando VI, que mi amiga Macarena Márquez, escritora y pintora e historiadora, acaba de publicar, y que la pasada semana tuve ocasión de apadrinar en la librería OLETVM de Valladolid. Estoy seguro de que Macarena aún tendrá agujetas en el brazo, de tantos ejemplares como dedicó.
Y os advierto de que está a punto de ver la luz mi próximo libro de cuentos. Pero de eso, os hablaré otro día.
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