El pasado viernes 28 contamos con la presencia de Tomás Sánchez Santiago como conferenciante, para clausurar el primer Taller de Escritura Creativa de la Biblioteca Pública de Valladolid. Adjunto el prólogo que sirvió de presentación a su conferencia; que contó además con el lujoso acontecimiento de la compañía de José Manuel de la Huerga, que protagonizó hace algunas jornadas con los miembros del Taller una aproximación a su vida y a su obra, y que participó activamente en el coloquio posterior a la conferencia, para disfrute de los asistentes.
Recuerdo perfectamente la
cafetería, situada en una esquina de la avenida alcalde Miguel Castaño de León.
Fuera, el sol se batía en retirada, hostigado por las primeras sombras del
atardecer. Consumía el calendario el
verano de 1998. Había quedado con él para que me diera su opinión sobre los
relatos del que poco después se convertiría en mi primer libro, que habría de titularse Me cuesta
tanto decir te quiero.
Tal vez aquella tarde, cuando
aún prevalecía en mí la osadía orgullosa e improcedente de un principiante ilusionado
que todavía no había aprendido a admirarle como se merece; cuando su generosa personalidad
aún no me había conquistado por completo…, en aquella céntrica cafetería
leonesa, acompañados no sé si por unos cafés, por unos vinos o por unas
cervezas, debería haberle hecho más caso, y no tomarme la literatura, o la
creación literaria más concretamente, como un tren oportunista y cargado de
urgencias que iba a detenerse una sola vez en la estación de mi porvenir.
En cualquier caso, se mostró
comprensivo e indulgente, a pesar de las manifiestas carencias que proclamaban
muchos de los relatos de aquel libro iniciático, y aceptó participar en su
presentación, en el viejo edificio de la plaza de Las Palomas que había acogido
durante años a la corporación de la capital legionense, vaticinándome incluso,
que nunca podría saberse dónde llegarían mi vida literaria y mis libros, si es
que venía algún otro detrás.
Tomás Sánchez Santiago ha sido desde entonces
un referente inexcusable en mi vida y en mi obra, una luz que seguir en los
momentos en que la duda lo volvía todo oscuro, un consuelo en forma de palabras
afectuosas y balsámicas cuando mi afán creativo, mi moral o mi salud sufrían la
anemia de la desesperación, el resquebrajamiento o la incertidumbre. Desde
entonces, como digo, Tomás me ha regalado más de una vez sus sabios consejos y
sus ánimos en la distancia, me ha enseñado a amar más, si cabe, la Literatura,
me ha desvelado a autores y obras que se han convertido en un ejemplo para mí,
y ha acudido a mi reclamo siempre que lo he solicitado, participando en
jurados, empujando el proyecto Contamos
la Navidad, prologando la última de sus ediciones, y recomendándome a otros
escritores y pintores que han contribuido al fortalecimiento de una aventura
cultural que inexplicablemente, y sin otro criterio claro que el de fomentar la
lectura, no deja de crecer año tras año. Pero además de transmitirme su cariño
personal, su erudición y su amor por la Literatura, este poeta zamorano
afincado en León, y con frecuencia metido a narrador o columnista brillante y
agudo, me ha deprimido cada vez que he leído sus poemas, o sus libros y sus
artículos en prosa, porque tengo la absoluta certeza de que nunca, ni
remotamente, seré capaz de acariciar su talento, ni la delicadeza aterciopelada
con que sus versos o sus metáforas entretejen telas de araña, que arrulladas por
su voz tranquilizadora parecen tapetes abolillados con el más sutil de los
encajes.
Nunca olvidaré la tarde en
que Tomás presentó el libro de otro buen poeta y amigo, como es Máximo Cayón, en una campa
de un pueblo perdido de la montaña leonesa. El intrépido Gregorio Fernández Castañón iniciaba con ese volumen de poemas
(y lo presentaba en su pueblo natal, Otero de Curueño), una colección que crece
como un roble saludable con el nombre de Los
libros de Camparredonda. Pese a ser verano, hacía mucho frío; y la gente
que abarrotaba la campa se apretaba entre sí y se cubría con mantas, incapaz de
huir, pegada a la hierba, hechizada por el poder fascinador que destilaba su
cálido parlamento. Creo que nunca como aquella tarde me sentí literariamente más
feliz, escuchando a alguien proclamar el valor de la palabra convertida en
poesía. He leído muchas veces aquella presentación, reproducida en las páginas
de la revista Camparredonda,
pero siempre me faltaba la voz personalísima de Tomás, esa voz humilde y
sencilla que hipnotiza, empapa y enamora, que pregona a un hombre minucioso que
convierte lo cotidiano que le rodea en manifestación poética o novelada, y que,
como un mesías de nuestras letras, es capaz de dotar de vida a personajes o
espacios inanimados.
Incluso, hablando de novelas,
gracias a él, y a Gregorio, por supuesto, tuve la oportunidad de continuar la
colección iniciada por el poemario de Maxi con la novela Mi vida, a tu nombre, que me
devolvió casi por capricho del azar la convicción de que en mi interior vive un
escritor que, de vez en cuando, tiene que explotar y compartir sus sueños y sus
zozobras con el mundo que le rodea. Tomás tenía que haber publicado ese año Los pormenores en
Camparredonda, pero le pidió a Goyo unos meses más de plazo, y gracias a esa
demora, unos folios polvorientos, que se amontonaban en la biblioteca de mi
añorada casa de Portillo, fraguaron en una novela breve que era un canto al
amor y a la fidelidad, y que sirvió para demostrar que lo que escribo no
siempre se convierte en realidad, o al menos no lo hace hasta que encuentra los
protagonistas que encajan a la perfección en su papel. En cualquier caso, Tomás
tomó el relevo al año siguiente con un libro que alguien dijo que era difícil
de clasificar, cuando hacerlo era facilísimo: se trataba, simplemente, de un
libro majestuoso, como lo son sus poemarios La
secreta labor de cinco inviernos, En familia, El que desordena, o la antología Cómo parar setenta pájaros ... Su recopilación de artículos
periodísticos Salvo error u
omisión, o los más recientes, que podemos leer en el suplemento cultural La sombra del ciprés de El Norte de Castilla; o su obra en
prosa, con libros como Para
qué sirven los charcos o la
mítica Calle Feria, seguramente la novela más importante que se ha
escrito en Castilla y León en los albores del siglo XXI, y que en su momento
fue condecorada con el premio de novela Ciudad
de Salamanca.
Y es que el sabio poeta, el
humilde profesor, la gran persona, el genio que pisa despacio y crea sin hacer
ruido, el mago que es capaz de convertir en héroes literarios a personajes
aparentemente anodinos con los que cualquiera puede coincidir a diario por la
calle, es poco proclive a las loas y a los premios. Su universo personal y
creativo prefiere deambular por unos territorios que pisa y domina, aunque no
siempre sean reales, o no lo parezcan cuando los adorna con su capacidad creativa
o los embadurna con una pátina impregnada de imaginación desbordada que
deslumbra al lector. El hombre modesto, el escritor prodigioso, podría pasarse
horas disertando infatigablemente, con su verbo calmo y profundo, sobre todos
los escritores que conoce, urdiendo un anecdotario inacabable y más rico que Las mil y una noches recitadas por Sherezade, sobre su relación con Claudio Rodríguez, sobre sus encuentros, estudios y
colaboraciones con Antonio
Gamoneda o con tantos y tantos otros.
Mientras escribía estas
cuartillas de presentación, me imaginaba el rubor que teñiría sus mejillas al
escuchar mis palabras, que no le hacen suficiente justicia. Aunque seguro que
él protestará, y hasta las calificará de inmerecidas o innecesarias. Pero
insisto en que mis palabras huyen del elogio fácil, y levantan un edificio
enladrillado de sinceridad, de afecto y de agradecimiento. Un agradecimiento
infinito por poder contar con su presencia, para que la elegancia incomparable
de su talento creativo y de su portentosa erudición otorgue el mágico broche que
merece la clausura del primer Taller
de Escritura Creativa de la Biblioteca Pública de Valladolid. Y
es que tener a Tomás Sánchez Santiago en cuerpo y espíritu es un lujo que no
está al alcance de todos, y que no siempre se puede disfrutar.
Por eso, y para terminar, voy
a desobedecerle una vez más, como cuando no le hice caso en aquella cafetería
de León y autopubliqué mis primeros relatos. Entonces, como ahora hago, no dejé
de darle las gracias por sus consejos y su apoyo, aunque me recomendara una y
otra vez que no lo hiciera, porque un escritor nunca debe darle las gracias a
otro; pero hoy no puedo dejar de hacerlo por regalarme el honor de presentarle,
y por compartir con todos los presentes, con los alumnos del Taller y con los
demás, este encuentro con su vida, con sus libros y con el oficio de escribir.
Seguro que para todos los presentes, como en su momento me sucedió a mí, habrá
un antes y un después de conocer al poeta y a la persona, si es que ambas
cualidades en su caso son capaces de disociarse. Gracias Tomás. Gracias
Maestro. Gracias por el lujo que supone para nosotros que nos regales esta
tarde tu presencia y tus sabias enseñanzas; y siempre, claro está, tu obra,
nunca suficientemente reconocida y proclamada.