jueves, 11 de febrero de 2010



La cocina con duende de un Ángel

Siento desde que era bien pequeño una extraña fascinación por aquellos lugares que ocultan tesoros maravillosos, reservados para esas personas tan especiales que son las únicas que verdaderamente saben apreciar lo que se esconde en el interior de esos recintos que, sin protección ni vigilancia alguna, les son tan ajenos como el más recóndito de los laberintos a quienes no aciertan a intuir siquiera la magia que desprenden, la melodía atractiva y seductora que incita a pasar a su interior para impregnarse de la felicidad que son capaces de transmitir a sus visitantes.
Uno de esos escenarios míticos, que siempre ha ocupado un espacio principal en mi lunática sesera, es el Mesón de Ángel Cuadrado, aunque luciese todavía el nombre del legendario Terenciano Panero cuando yo no era más que un rapaz escurrido que se quedaba como embobado cada vez que pasaba ante su puerta, imaginándolo como una especie de cueva de Alí Babá o como un santuario de la cocina más egregia, donde los fogones oficiarían de altares y las alacenas de retablos, y donde los guisos no serían sólo una verdadera obra de arte, sino el signo evidente de una religión pantagruélica y masticable que a cada comensal que campaba por sus salones le era inherente y fundamental como el aire que respiraba.
Reconozco que siempre fui proclive a imaginarme el mundo a mi antojo y conveniencia; y cuando me detenía ante la puerta del Mesón del amigo Ángel esperaba que alguien se detuviera en el dintel y formulara una contraseña oculta para entrar, o jugaba a decorar y a ambientar sus salones, intuyendo que a esas horas del mediodía o de la noche se daría cita allí lo más granado de la sociedad vallisoletana: artistas, literatos, futbolistas, toreros, médicos, arquitectos, hombres de leyes y políticos que firmarían contratos y acuerdos, y que arreglarían el mundo, o al menos la ciudad, entre bocado y bocado.
Lejos de desgastarse con la carcoma de las tendencias que todo lo convierten en efímero, el prestigio del Mesón fue en aumento, superando barreras inesperadas y pérdidas luctuosas, y sobreponiéndose con la verdad ancestral y sin mácula que se cocía en sus perolas y sus pucheros a la competencia que iba surgiendo, enharinada con una pátina de modernidad. Y es que aunque en la actualidad proliferan los iluminados de la nueva cocina de autor, condecorados con más estrellas que un general de división, aunque abundan los programas televisivos culinarios y los canales monotemáticos, e incluso se pueden ver envueltas en mandiles a estrellas del celuloide como Olivia Molina o Catherine Zeta Jones, mientras aderezan una ensalada provenzal, filetean una berenjena con la mandolina, flambean un magré de pato o lanzan un lenguado al lecho aceitoso de una sartén, nadie le va a arrebatar sus firmes raíces ni sus emblemáticas esencias ni sus bien ganados laureles al Mesón de Ángel Cuadrado.
Con el transitar de los años, fue creciendo mi obsesiva fijación con ese santuario del mejor yantar. Por eso, la venturosa tarde que un buen amigo me invitó a cenar por primera vez en él, supe que aquel iba a ser, sin duda alguna, un acontecimiento memorable. Creo que no exagero ni miento si confieso que nunca he cenado mejor ni he disfrutado tanto en una mesa como lo hice aquella noche. No fueron necesarias cartas con más literatura de la que emplearía el eximio don Ramón María del Valle-Inclán en sus escritos, bastó la voz agradable de Julián Garrote, cantando con alegría los platos como el repiqueteo de una salmodia inagotable que me hacía relamerme de gusto por anticipado, mientras la vista se dispersaba por cada rincón del comedor, descubriendo al detalle una realidad que no se alejaba demasiado del decorado ficticio que yo había recreado tantas y tantas veces en mi magín. Mientras Juanjo escanciaba el vino en las copas, descubrí otro aspecto que me pareció casi paradójico, y es que a pesar de que el comedor era recoleto, y de que las mesas amenazaban con la cercanía de una vivienda adosada, era imposible sentirse incómodo ni atender las conversaciones vecinas, tal vez porque era tal el embrujo que desprendían los platos, que Paco y Carlos iban depositando sobre la mesa con una atención exquisita, que bastaba con observar su presentación esmerada y aspirar su aroma para que todos los sentidos quedaran magnetizados por ellos.
Desde entonces cada vez que he regresado al Mesón de Ángel me he sentido tan relajado como si estuviera en mi propia casa, embutido en un batín y calzado con unas pantuflas, y he repetido, e incluso ampliado, aquellas sugestivas sensaciones de la primera vez. Habitualmente pido lo que me recomienda Julián, me dejo guiar por él como si fuera un viajero que visita un territorio ignoto, y me imagino a mi tocayo Ignacio y a Francisco laborando en la cocina, antes de dar esa vuelta al ruedo de despedida que es como una tradición ritual y un reconocimiento que merecen sus contundentes recetas de puerta grande, esos condumios tradicionales de babero y cuchara, y esos platos artesanos o sutilmente sofisticados, elaborados con las mejores hortalizas de la huerta, con los manjares más suculentos, con los pescados y mariscos más frescos, con las legumbres incomparables que se recolectan por estas latitudes, o con la caza y los animales más selectos que rumian por nuestros pastizales. Aunque nunca he descartado que la cocina y la despensa de Ángel Cuadrado estén bendecidas con un don milagroso o gobernadas por un duende de cuento de ficción, gracias al cual brotan las lentejas pardinas de la encimera y las merluzas de pincho emergen de los fregaderos y los lechazos churros retozan en el patio y los pichones y las perdices entran volando por la chimenea y los tocinillos llegan como caídos del cielo y los fresones sin cortar de sus matas.
En febrero, en rededor de esos días fríos en que se lanzan requiebros los enamorados, vuelve Ángel Cuadrado a conquistarnos con su afamada e imprescindible semana gastronómica. A ver si en un descuido del personal puedo colarme en su cocina, al amor de sus sabrosos potajes, de sus célebres escabeches, de sus proverbiales estofados, de sus chuleteros de ternera bien asentada y de sus postres livianos y digestivos, para descubrir el duende o el secreto de este gran maestro de la cocina de toda la vida que ha llegado al corazón de tantos amigos fieles por los placenteros caminos del estómago.

José Ignacio García
(Premio Miguel Delibes de Novela 2009)
Portillo, febrero de 2010