miércoles, 27 de junio de 2012

HABLAMOS DE LIBROS...

A partir de hoy, daré mi opinión en el blog de los libros que vaya leyendo.
Y para empezar he elegido un libro que presenté, junto a su autor y otros amigos, hace unos días en la librería "La tienda de Lope", de Olmedo.


La república independiente de San Nadie

José Carlos Iglesias Dorado

EL GUARDIÁN DE LA MEMORIA

Los relatos de José Carlos Iglesias Dorado huelen a pueblo, a humo de lumbre baja, a filandones nocturnos, a sones de trompeta o de dulzaina, a fantasmas reconvertidos en sanchos paladines de causas imposibles… En pocas palabras, huelen a homenajes sinceros, a recuerdos y añoranzas de un nostálgico que hunde su pluma en las raíces de su memoria, y de una tierra de la que está enamorado. Y -como dice la canción- se le nota en la mirada derramada y en la tinta que desangra las venas de su imaginación.

Los relatos de José Carlos son retablos de un paisaje castellano y leonés que conoce y domina; un paisaje hondo, tan hondo que parece entibado en las profundidades de una mina, o sacado al exterior, para airearlo en las parameras de una meseta, o ensalzarlo en una plaza de pueblo vestida de fiesta, o trasladarlo a una playa que se convierte en veraniego desguace de ancianos, condenados a la indiferencia de sus familiares y al olvido. Pero rebosa en todos ellos esa esencia del ánimo esperanzado, del humor que se sobrepone a cualquier adversidad, del dolor que convierte a los protagonistas en héroes literarios de causas cercanas, que hieren a veces, de tan inmediatas. Que acarician las más, de tan humanas. Los relatos de Iglesias Dorado son, en suma, la crónica latente de la agonía anunciada de un territorio en vías de despoblación.

Si acaso, antes de esparcir el aroma a incienso que cualquier bautismo literario requiere, y porque no todo va a ser miel y rosas, hay que anotar en su debe algunas incorrecciones de acentuación, que si bien no son significativas, si dificultan la lectura y el sentido que el autor quiere darle a algunas frases; y también da la sensación en algunos relatos de que ha tratado más de adaptarse, o de cumplir las bases de los certámenes literarios conquistados, que de dejar fluir libremente aquellos argumentos que su pluma desbocada y su instinto de escritor de raza le sugerían.

En cualquier caso, algo -o, en este caso, mucho- tiene el agua cuando la bendicen. Y a estos cuentos, además de los premios merecidamente cosechados, los avalan su incuestionable nivel literario y el reconocimiento unánime de tantos lectores rendidos a su ritmo frenético, a su construcción robusta y sin fisuras, a su prosa templada y poderosa, y a unos desenlaces que caen por su propio peso, y que por lo general no rizan el rizo innecesariamente, como les ocurre a los toreros que tratan de requeterrematar la tanda de muletazos ya rematada, con lo que terminan por quitarle la gracia al asunto y por echar a perder una faena digna de oreja.

José Carlos, que es un pájaro narrativo de mucho cuidado y largos vuelos, y que además esgrime su pluma con la pericia del más diestro espadachín, ha estado hábil además en la titulación del libro y en la ordenación de los cuentos. Mérito que, al tratarse de una autoedición, supongo que será estrictamente suyo. Descorre el telón con un relato fastuoso, imaginativo, bien hilvanado, y concluido con pespuntes propios de un modisto virtuoso. Y cierra este manojo de historias palpitantes, de tan frescas y vivas como son, con una tierna y memorable, la del músico que todos llevamos dentro, ese músico generoso y nómada que se recorre la geografía de su región, dejándose el sudor y el aliento, para meter la alegría en el cuerpo a esos paisanos que tanto lo necesitan en esos nuestros pueblos que inexorablemente se van muriendo, porque sus habitantes se han ido con la música a otra parte.

Pero también mantienen erguido el pendón relatos como “Campanadas a medianoche”, en el que uno se injerta en la piel del caminante que pasea las calles pedregosas de El Burgo de Osma, en busca de la figura controvertida del poeta Dionisio Ridruejo; o “Quien le manda a uno”, en el que, desde el título (con errata incluida) el lector se imagina el atolladero en el que se va a meter Tomás, el pensionista sarcástico y rezongón que se lleva sus cabreos y su melancolía a la playa, o “La partida”, paradigma bien conseguido de lo que supone el fenómeno integrador en esta acogedora Castilla de nuestras entretelas, en la que tanto nos cuesta abrirle las contraventanas de nuestros corazones a un extraño, hasta que éste se gana nuestra confianza, y con ella nuestra amistad eterna, sin importar que haya nacido en Alpedrete, en la Conchimbamba o en una aldea búlgara de nomenclatura impronunciable… Y si encima el pastor inmigrante aprende a manejar la desencuadernada y a cantar las veinte en oros con contundencia y taco incluido, mejor que mejor, que a nadie le amarga un dulce, y más cuando el recién llegado, alegre y lenguaraz, encaja como el caballo que se precisa para cantar un tute decisivo.

Me interesan algo menos los relatos más lineales o menos posibles, y no porque carezcan de calidad, que la tienen, sino porque los que he referido manejan mejor los tiempos y los registros del género, y eso hace que destaquen sobre el resto.

He mencionado párrafos atrás que se trataba de una autoedición, y además el autor así lo reconoce en los créditos, al tiempo que argumenta -en una confesión que le honra- que se ha jugado los garbanzos de su propio cocido, en lugar de perder el tiempo haciendo pasillos o de buscar esas ayudas oficiales que acumulan otros escritores a los que los críticos llaman “de campanillas”. Y aludo al tema de la autoedición, porque muchos de esos críticos (que algo tienen de forenses diseccionadores de sueños) la utilizan a modo de guadaña para cercenar a bastantes escritores primerizos que no gozan del sólido escudo que brindan los grandes sellos editoriales. No es este mi caso, bien al contrario bebí del mismo cántaro en aquella época ya lejana de mis primeros escarceos literarios. Además se merece todos los respetos el autor que, además de empeñar sus propios cuartos en pos de conseguir su sueño, se esfuerza porque sus palabras sean mensaje vivo, trasmitido de librería en librería, de villa en villa, de tertulia en tertulia, sin importarle la recompensa económica. Al fin y al cabo los lectores son los que a los escritores nos procuran la respiración. Y estoy seguro de que José Carlos, al menos de momento, o hasta que reciba la llamada de un magnate del gremio, prefiere henchir sus pulmones de aire puro antes que pelearse con un editor modesto, que encarcele sus cuentos en una tirada limitada y que seguramente quede recluida entre las paredes del almacén donde la enclaustre por falta de medios. Así su libro planea libre sobre nuestros cielos y da sentido a su afortunado esfuerzo.

José Carlos Iglesias, con su arrojo, su capacidad para emocionar, sus palabras cálidas, sus argumentos espléndidos y su verbo complejamente fresco, se convierte con este libro en guardián y garante de una tierra que jamás dejará agostar su memoria y sus raíces. O, al menos, no mientras que haya adalides literarios como él que las rieguen con sus metáforas impregnadas de talento.











miércoles, 20 de junio de 2012

UN PREMIO DELIBES DIAGNOSTICADO

No soy dudoso. Hace unos días, en el transcurso de la charla que compartí con amigos y lectores en la Casa Zorrilla, alabé con sinceridad la última obra de José Manuel de la Huerga, "Apuntes de medicina interna", que ya había sido finalista este año del Premio de la Crítica de Castilla y León, y hoy ha recibido el Premio Miguel Delibes de Narrativa 2012. Nunca un premio fue más merecido.
Si no habéis leído todavía la novela, no sé a qué estais esperando. Es una de esas maravillas literarias por las que uno puede renunciar a casi cualquier cosa.
Curiosamente, de una cita del final del libro surgió en mi cabeza la idea de esa novela protagonizada por un enfermo resucitado que no había escrito nada en su vida. Al principio iba a tratarse de un texto breve, pero, dadas las arriesgadas vivencias que conllevó, ahora está aumentando su tamaño y su periodo de gestación.
Enhorabuena a José Manuel de la Huerga por su magnífica novela, y por el nuevo y justo premio. Pero, sobre todo, enhorabuena a todos los que ya la habéis disfrutado. Los que no lo hayan hecho, les queda toda la vida para hacerlo. Pero mejor que no dejen para mañana lo que pudieron hacer ayer. Sobre todo, cuando merece tanto la pena.

lunes, 18 de junio de 2012

LA TIENDA DE LOPE, UN SANTUARIO LEGENDARIO

He conocido un librero al que le gustan los libros. Al leer semejante confidencia, tal vez alguien piense que la tromboembolia definitivamente me ha afectado al cerebro. Ni por asomo. Lo que parece una obviedad no es más que una dolorosa afirmación de la que estoy plenamente convencido. Muchos conocéis mi proverbial habilidad para hablar mucho, y muchas veces más de la cuenta; y mi magisterio a la hora de decir lo que pienso sin pensar lo que digo... Y así me ha lucido tantas veces el pelo. Y así me voy a meter otra vez en un charco, en este caso con el gremio de libreros del orbe reconocido. Aunque seguro que los libreros de casta y de corazón, que también -afortunadamente- quedan algunos, estarán de acuerdo conmigo, y no se enfadarán, porque seguro que a ellos no les gustan los intrusos, ni las grandes superficies, ni los mercachifles que venden libros, como podían vender pipas, coliflores, o vehículos de gran cilindrada. Ni les gusta que los amontonen en el mismo saco.
No sé si os he contado alguna vez que mi biblioteca y sus inquilinos son sagrados, como miembros de mi familia con los que convivo a diario, que me procuran consejos, entretenimiento y buena compañía. Y así como cualquier hijo de vecino no presta su cama a otro, así como así, ni encomienda  sus vástagos al primer desconocido que se ponga a tiro de piedra, yo tampoco dejo solo en mi biblioteca a nadie, ni cedo mis libros a cualquiera que no sea de mi total confianza. Porque por la atmósfera de mi biblioteca revolotean, como mariposas, energías positivas que sólo yo, aunque parezca un tanto egoísta, soy capaz de asimilar; y me da pánico que alguien se deje abiertas una puerta o una ventana por las que se puedan escapar, o lo que es aún peor, que me las levante sin ningún pudor y me condene a una horfandad creativa de la que no pueda recuperarme jamás. Y mis libros, como buenos parientes que han compartido conmigo tantos momentos memorables, tampoco se merecen que yo sea un irresponsable que los arroje a las fauces de cualquier desaprensivo que ni los valore ni los respete. Sólo se los confío, o sería capaz de hacerlo, a esas personas que sé que los van a querer y los van a cuidar tanto, al menos, como los quiero y los cuido yo.
Mis libros han emparentado conmigo de muchas, y a veces extrañas, maneras. Pero creo que los que más aprecio son aquellos que me susurraron algo al oído en una librería humilde, en el puesto inestable de una feria... aquellos que no conseguí despegar de mi mano al conocerlos, porque habían fundido la suya en un apretón que rubricaba un contrato perpetuo de amistad. Muchos de ellos son modestos de vestiduras, o son hijos legítimos de autores casi desconocidos. Pero juntos hemos pasado muy buenos ratos.
El viernes entré en Olmedo en una librería pequeña, de esas que tienen que hacer fotocopias y vender tippex y bolígrafos para sobrevivir. Pero la sonrisa con que me recibieron sus libros y su dueño me cautivaron al instante. Fue como un flechazo literario difícil de esquivar. Y seguramente inolvidable. Mientras el librero se hartaba de hacer fotocopias y de hablar de teatro con unas y con otros, me perdí entre los estantes, acaricié respetuosamente y sin ningún afán lascivo muchos de aquellos libros, y me dejé conquistar por una antología poética de Antonio Machado, que se había camuflado o escondido entre una colección de bestsellers de dudosa paternidad o traducción. Tomé el libro entre mis manos, y lo calenté con el cariño con el que un niño pequeño trataría a un pajarillo que se ha caído de su nido. Reparé las esquinas dobladas de sus pastas de cartón, alisé con cuidado algunas de sus páginas, amarilleadas por la edad, y encontré al margen de algunos poemas una caligrafía manual, adolescente y presuntamente femenina por los rasgos, y por los circulitos que coronaban las ies, que aportaba algunos comentarios sobre los versos del maestro. Eso me fascinó. El encanto de lo desconocido. El saber que alguien, a quien probablemente no conoceré nunca, había emparentado con ese libro antes que yo. Me imaginé infructuosamente su edad y su aspecto. Me pregunté si le habrían gustado los poemas, si habría sentido el estremecimiento que recorría mi cuerpo al leerlos de nuevo, al evocarlos, al disfrutarlos en otro ambiente, de una manera distinta. Finalmente pensé que si el libro le hubiera emocionado, y no fuera más que un trabajo impuesto por el profesor de turno, no estaría allí, desterrado de un hogar, de una habitación adolescente condecorada de posters y fotografías de cantantes famosos, de la estantería de una muchacha que no tuvo la suerte de tener unos maestros que la enseñaran a amar la literatura como los míos me enseñaron a mí.
El librero, dejó de hacer fotocopias y de vender bolígrafos y me rescató de mi viaje por las aguas apacibles de esos mares en los que se habían embarcado mis pensamientos. Me regaló esa joya indefensa y vulnerable que ya había decidido adoptar, y hablamos de libros y de escritores, de nuestras vidas y de nuestras aficiones, y de ese puro teatro que es la existencia humana, en la que casi nada es lo que parece, y en la que la ficción no se diferencia mucho de una realidad que con frecuencia se vuelve fantástica.
El próximo sábado día 23, a eso del mediodía, Javier, que así se llama el librero al que le gustan los libros, ha convocado a sus clientes y amigos en ese recoleto santuario que algo tiene ya de mágico para mí. Lo ha hecho para hablar de literatura y presentar el libro honesto y sudado de otro escritor que empieza a sembrar los surcos de su carrera literaria de recuerdos y sentimientos, que a uno le acercan a sus raíces y a sus ancestros.
Presentaremos "La república independiente de San Nadie" de José Carlos Iglesias Dorado; y hablaremos con ellos, y con Ricardo Sanz Molpeceres, de literatura, y de premios literarios, y leeremos nuestros cuentos... y lo que se tercie después.
Si os apetece, estais invitados a disfrutar de Olmedo y de sus reverdecidos encantos, y a participar de esta fiesta de las letras en un rinconcito legendario.