martes, 17 de noviembre de 2009

CONTAMOS LA NAVIDAD

CONTAMOS LA NAVIDAD

La ficha técnica…

Quince narradores, un poeta y diecisiete ilustradores.
Quince cuentos y dos sonetos.
Edición no venal.
Formato bolsillo (120 x 170 mm.) en rústica.
Cubierta en cartulina gráfica fresada y plastificada de 270 gr.
120 páginas ilustradas a todo color, en papel couché mate de 135 grs.
Portada y diseño de cubierta: Óscar del Amo de Andrés.
Encarte: Yolanda G. Falagán.
Maquetación: Diego Chamorro.
Asesor de edición: Alberto R. Torices.
Coordinador de ilustradores: Carlos Velasco García.
Coordinador general: José Ignacio García.
Editado por Impresión Punto y Seguido.



La confesión de un lunático…

Con cierta frecuencia los lunáticos dormimos mal. Y es en el transcurso de esas benditas y agitadas noches de insomnio cuando cavilamos sueños irrealizables y empresas imposibles. A finales del pasado año más de uno pensó en abarcar mi oronda figura con una camisa de fuerza y alojarme en un frenopático, cuando les expuse mi plan de reunir a la flor y nata de la intelectualidad regional en un libro que llegara de forma gratuita a varios miles de personas, pero tuvieron que desistir en su estéril empeño, no sé si porque no encontraron talla suficiente que circunvalara mi anatomía o porque atisbaron enseguida en el horizonte del porvenir que mis aparentemente disparatadas intenciones no lo eran tanto desde el mismo momento en que otros escritores y algunos patrocinadores empezaron a secundar y a avalar mi osado proyecto cultural.
Mis amigos Esti y Rober fueron los primeros en animarme a dúo, encargándome 550 ejemplares de humo, pues eso era lo que les estaba vendiendo en ese momento. Mis chicas de oro, Virgi y Rosa y Bea, los siguieron con otros 300, mis estanqueros favoritos, Nacho y Mª Carmen con otros 500, el delicado y taurino Adolfo, siempre caprichoso, con 500 más; y con los que yo estaba dispuesto a estampar, ya superaba a las primeras de cambio la cifra de 3.000 que la imprenta Punto y Seguido me exigía para editar un modesto libro de bolsillo cuyo precio pudiera competir a modo de reclamo navideño con el de un mechero o un bolígrafo, de esos que en muchos casos ni funcionan cuando llegan a sus destinatarios, o en el mejor de los supuestos resisten hasta que a uno se le consume la chispa y al otro se le agota la tinta. En cambio, un libro, como el diamante del anuncio, es para siempre.
Una vez conseguidos los primeros mecenas para la causa, que por entonces se pretendía literaria, empecé a enrolar la tripulación necesaria para llevar a buen puerto la nave. Y pensando en ese destino final, y en que siempre me ha amparado, como un guardaespaldas eficaz, en todas las lides narrativas en que me he visto involucrado, le puse un correo a José Luis, Puerto, claro está. Y otro a Gregorio Fernández Castañón, y otro a Alberto R. Torices, y llamé por teléfono a Tomás Sánchez Santiago… Y esa legión de genios del folio asentada en León se sumó jubilosa a la causa. Y Alberto y Tomás me susurraron al oído el nombre de Miguel Paz Cabanas, cuya humanidad y talento he podido descubrir gracias a este libro que es un poco de todos, y Tomás me brindó además el nombre del prolífico Ignacio Sanz, con el que también contaba, pero al que no sabía cómo localizar en tierras segovianas. Porque, a esas alturas pretendía convocar al menos a un autor de cada una de las provincias castellanas y leonesas. También pensaba en buscar una cierta paridad en la nómina de narradores y no descartaba reclutar alguna pluma joven, interesante y desconocida que aún no hubiera dado sus primeras galeradas a una linotipia. E Irene Díez Lloris, casi adolescente en edad, pero veterana en argumentos y recursos de incuestionable categoría, y Yeli Pérez Guinovart, que prepara unos condumios literarios consistentes y de mucha envergadura, me vinieron que ni pintadas para lograr ambos propósitos de una tacada. Puesto a elegir, decidí que tenía una buena mezcla de experiencia, calidad, prestigio y lozanía, pero también supuse que a los lectores les entusiasmarían varias plumas que gozaran de unos currículos absolutamente incontestables. Tras no pocas tentativas infructuosas pude contactar con Elena Santiago, que es una de mis debilidades personales y literarias, y con Óscar Esquivias, y con Gustavo Martín Garzo; y nombré embajadores a Gregorio y a mi tocayo Ignacio para que unieran la de Antonio Pereira a las péñolas de nuestra esforzada y loable causa; pero Pereira, fatigado de tanto tomarse la vida como si fuera un cuento, nos retó a que buscáramos la aguja en el pajar, y si la inmensa mayoría de los autores tuvieron el gesto de regalarnos textos inéditos, en su caso rescatamos de la frondosa hojarasca de sus muchos libros publicados el relato titulado El narrador inocente, que entre todos decidimos que encabezara, a modo de homenaje póstumo, este volumen recopilatorio cuando apenas un mes después tuvimos noticias de su fallecimiento. El maestro villafranquino nos había exigido, como única condición para contar con su cuento, que respetáramos escrupulosamente la extraña puntuación que él había utilizado en la edición original. Y ni siquiera esa cláusula, aunque la mantuvimos a rajatabla, nos obligó a cumplir Úrsula, su viuda, derroche de generosidad infinita, cuando Elena Santiago, y Máximo Cayón, el poeta de la nave, y Gregorio e Ignacio la pidieron que refrendara la que podía haber sido última voluntad literaria de su ingenioso esposo.
Mientras tanto, el periodista Agustín Diez Ferreras, hombre tajante en sus argumentos e intolerante con cualquier error ortográfico que no incumba al de su propio apellido, me aseguró que el elenco de escritores conseguido era maravilloso, y que sólo nos faltaba un Premio Cervantes para ponerle la guinda a un pastel de lo más apetecible. Agustín me dio las pautas para localizar telefónicamente a José Jiménez Lozano, que no eran otras que tomar la guía de páginas blancas, y buscar su apellido por orden alfabético entre los habitantes de Alcazarén. Sinceramente, lo que menos me esperaba era que el propio don José me respondiera al otro lado de la línea. Por ese motivo, yo, que soy un pistolero que habitualmente desenfunda con rapidez y facilidad las palabras, en esa ocasión me quedé mudo y no supe cómo explicarle el motivo de mi llamada. Tuvo que ser el insigne literato y pensador el que me ayudara, sugiriéndome que empezara por el principio y que mi explicación alcanzaría por sí sola la meta. Cuando por fin fui capaz de argumentarle, con un verbo nervioso y atropellado, que pretendíamos difundir entre miles de personas una obra en la que todos los autores íbamos a participar de forma altruista, desinteresada y gratuita, y cuyo fin primordial era el de promover el hábito de la lectura entre aquellos más remolones a la hora de abrir un libro, Jiménez Lozano me preguntó si la idea original era mía; turbado, y un tanto escéptico ante su posible respuesta adversa, le garanticé que así era; y entonces él, con su flema característica y su proverbial ironía inteligente, me reveló que mi idea debería haberla tenido alguna mente lúcida del Ministerio de Sanidad, para entretener a los enfermos que abarrotan las salas de espera de los ambulatorios, mientras aguardan recelosos un diagnóstico médico que a veces resulta más dramático que una sentencia judicial.
Tras la incorporación de Jiménez Lozano a nuestra tripulación, ya nada se nos puso por delante. A esas alturas triplicábamos las perspectivas iniciales en cuanto a tirada, que rondaba los diez mil ejemplares. Todos encargados por pequeñas empresas y asociaciones. Todos reservados sin ningún tipo de apoyo institucional.
Debo decir que, para entonces, Alberto R. Torices y Gregorio Fernández Castañón me habían metido los perros en danza, aconsejándome que incorporásemos un ilustrador por cada cuento. Por ese motivo, tuve que hacer poco menos que encaje de bolillos para cuadrar de nuevo las páginas, sustituyendo las portadillas y las reseñas biográficas por las mentadas ilustraciones.
Pero se me plantearon entonces varios problemas. Por un lado, las ilustraciones no lucirían como se merecía un regalo navideño de la categoría que anhelaba el nuestro si no iban acompañadas del color y de un papel adecuado; y por otro, apenas si conocía pintores o ilustradores con los que contar.
A partir de ahí fue fundamental la colaboración de casi todos.
Tomás me presentó a través del mail a Benjamín de Pedro, Yeli a Charo S. Garnacho, Miguel a Silvia Álvarez López-Dóriga, Gregorio y Maxi me pusieron sobre la pista de Félix de Agúero, mientras que yo fichaba al otro Félix en una gala de peluquería, en la que había dejado bien alto el pabellón del estudio de diseño y publicidad pobrelavaca que regenta con singular solvencia. También comprometí a mi ilustrador habitual, José Charro, e involucré a otras dos pintoras vallisoletanas, Inés Domínguez y Julia Cancelo, que además de ser la profesora de pintura de Alejandro, mi hijo mayor (que también apunta maneras de artista, aunque sea con la paleta y los pinceles en lugar de hacerlo con la pluma), también ha acompañado con su ilustración paisajística a mi cuento protagonizado por un buey milagroso. Pero si una terna ha resultado fundamental en el hermoso resultado final de esta joya de bolsillo ha sido la formada por Carlos Velasco, Alberto R. Torices y la familia Chamorro. Carlos, Pitu para los amigos, se ha encargado de coordinar a todos los ilustradores desde su guarida de Arrabal de Portillo, además de liar, a través de nuestro paisano y amigo Ricar Palomino, a Óscar del Amo, a Yolanda Falagán, a su hermano Julio y a Alberto Sobrino, representantes aventajados todos ellos del ya mítico en Valladolid Colectivo Satélite. Alberto, feraz en contactos y experiencias editoriales, fichó a Miguel Lage y a Albar Cepeda, una veinteañera leonesa “exiliada” en Barcelona que derrocha creatividad, sensibilidad y fantasía a partes iguales, y al cuate Eduardo Rubio, del que hablaré unos renglones más abajo, cuando haga justicia con el papel fundamental que han desempeñado los Chamorro en esta empresa. Y digo fundamental por dos motivos: por un lado el artístico, en el que ha sido prodigiosa la capacidad maquetadora de Diego, que le ha sacado el máximo partido posible a un libro con el precio tan ajustado; y por otro el económico, ya que conforme se iban sumando patrocinadores que sufragaban la obra, yo me encargaba de regatearle mejoras a Fernando, su padre. Así conseguimos pasar de las 80 páginas iniciales en papel de edición de 90 grs. en blanco y negro, a 112, y al final a las 120 definitivas, en papel couché mate de 135 grs. y a todo color. Y logramos también que la portada fuera plastificada, y que la imprenta “pagase” con diez ejemplares la labor de cada artista participante, y que regalara a mayores el enternecedor encarte que Yolanda ha plasmado con gusto y criterio. Pero sobre todo, y en un esfuerzo final sin aumento de costo, que coincidió con el acontecimiento gozoso que suponía el hecho de rebasar los quince mil encargos, ajustamos el paginado a 120, arañando las cuartillas que necesitaba para incorporar a mi admirada Mar Sancho como tripulante de última hora, casi cuando la nave estaba a punto de levar anclas y de soltar amarras. Mar no llegó la última porque fuera la primera reserva, la bala en la recámara, si no porque la hacía muy lejos, allende los océanos, en tierras ultramarinas. Cuando supe que estaba cerca corrí a localizarla, con la condición de que se ajustara a las limitaciones de tiempo y espacio que nos apechugaban. Y ella aceptó sin condiciones y nos escribió con su peculiar estilo, carente de treguas ni descansos, ese fantástico retrato de la señora Scrooge, que nos recuerda a Dickens y a tantas otras cosas. Pero para retrato, el del mejicano Eduardo Rubio que, certeramente recomendado por Alberto R. Torices mientras sonaban las campanas de partida, aguardaba expectante en el pantalán del muelle que se produjera una cancelación de última hora o que apareciera un último viajero esgrimiendo su billete. Mar llegó con el tiempo justo de embarcarle en una travesía en la que no podía faltar, y juntos protagonizan varias de las vibrantes páginas de un libro rico en contenidos y variadísimo en argumentos.
Porque si el núcleo central es la Navidad, cada autor y cada pintor y cada ilustrador la han plasmado a su manera, sin someterse a insinuación o cortapisa alguna. Y matizo entre pintores e ilustradores, porque tengo la sensación de que los primeros han leído el cuento que les ha tocado en suerte y han fotografiado con precisión la escena que más les ha impactado del texto, mientras que los ilustradores en general han ido aún más lejos, buscando una metáfora visual y única que recogiese la esencia principal de sus relatos.
En cuanto a los autores, se diversifican los planteamientos, los estilos y las temáticas. Es clarísima la influencia lírica en su lenguaje de aquellos que practican también la poesía. Es marcada la tendencia moralizante en los más veteranos, que probablemente gozan de más poso y de más memoria y de más recuerdos navideños para ambientar sus historias. Resultan frecuentes los argumentos que recurren a la infancia añorada, a la vida y a la muerte, a la soledad y a la evocación de los ausentes, y no falta el humor en algunos casos, así como los desenlaces truculentos, sorprendentes e inesperados. Pero si algo caracteriza al libro por encima de todo, y ahí es donde demuestran la mayoría de los autores su innegable magisterio, es ese aire de normalidad con que se narran muchas historias sencillas, casi anecdóticas, de personas corrientes, que alcanzan unos desenlaces casi obligados por el lógico discurrir de los acontecimientos más habituales.
Contamos la Navidad es un excelente aguinaldo para las personas que nos importan, un dechado de generosidad, de ilusión depositada en las utopías realizables. Los autores hemos arribado a puerto, y hemos entregado a cada posible lector un cofrecito que alberga un tesoro cultural de un valor incalculable; pero ese valor será más bien escaso si el receptor final no abre el cofre y disfruta con su contenido, y deja que de sus páginas se escapen fuegos artificiales, y estrellas navideñas, y pájaros de fastuosos plumajes y mariposas de tonalidades resplandecientes, y espumillones de terciopelo, y besos de mazapán y abrazos de seda, y villancicos cargados de alegría y plegarias henchidas de sanas esperanzas.
Contamos la Navidad resulta, en suma, un regalo inolvidable que debe ser leído pausadamente al amor de la estufa, en esas largas, frías y desapacibles noches de invierno en las que los buenos deseos se cumplen y Santa Klaus aprovecha para irse de marcha con su trineo.


1 comentario:

  1. Tan largo como imprescindible. Y un sueño cumplido, que tan escasas veces se puede decir. Un abrazo grande, y no sólo por la necesidad de rodearle a usted, sino por su tesón y su entusiasmo.
    Miguel

    ResponderEliminar