Llevo años (al
menos desde que observo la presunta incultura general de mis hijos y de otros muchachos de su edad) quejándome
de lo poco preparados que están nuestros jóvenes en materia educativa, ya que
-por lo general- no son capaces de recitar sin equivocarse el nombre de un par
de autores de la generación del 27, confunden (aunque puede que eso sea una suerte, al menos para ellos) a Franco con un futbolista, y no saben dónde nace el Ebro, ni si Anibal
es un general cartaginés, de cuando Cartago se comía el mundo, o el protagonista sanguinario de una película, basada
-por cierto- en una novela.
Puede que eso
sea verdad, pero lo que también resulta evidente es que ellos han sabido
adaptarse a las tecnologías y medios actuales, y manejan de maravilla los
instrumentos adecuados para encontrar toda la información que necesiten
enseguida. Al final pienso que como ocurrió con la irrupción de las
calculadoras, que nos hicieron olvidar hasta las tablas de multiplicar, lo
mismo pasa con la cultura: para qué la van a almacenar en la cabeza (salvo que
quieran participar en "Saber y ganar"), si es más cómodo conservarla
en una tablet, en un esmarfon o en otro engendro similar, y echar sólo mano de
ella cuando les haga falta buscar alguna información.
Algo parecido
ocurre con los idiomas. En mis tiempos de colegio "resultaba elegante y
adecuado" estudiar francés, y perder el tiempo con el inglés era casi sinónimo
de ser progre y de izquierdas. Hoy, sin embargo, nuestros hijos cantan con una
pronunciación casi nativa los grandes éxitos del jigpareig internacional, como nosotros tarareábamos a pleno pulmón en nuestra
mocedad las baladas de Los Pecos o los rocanroles de Tequila. Y así nos
luce ahora el poco pelo que nos queda a los que no sabemos decir ni yes, cuando nos invitan a
presentar un concierto en el que los títulos de casi todas las canciones se
pronuncian en inglés.
A ver cómo salgo del atolladero con mi pronunciación ortopédica, aprendida a fuerza de escuchar “Los cuarenta principales” en la radio del coche.
A ver cómo salgo del atolladero con mi pronunciación ortopédica, aprendida a fuerza de escuchar “Los cuarenta principales” en la radio del coche.
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