miércoles, 26 de marzo de 2014

UNA OPORTUNIDAD ÚNICA



Recuerdo perfectamente la cafetería, en la avenida alcalde Miguel Castaño de León. Lucía el sol y era por la tarde. Y el año, 1998. Había quedado con él para que me diera su opinión sobre los relatos del que poco después se convertiría en mi primer libro, Me cuesta tanto decir te quiero. Tal vez aquella tarde, acompañados no sé si por unos cafés o por unas cervezas, debería haberle hecho más caso, y no tomarme la literatura, o la creación literaria más concretamente, como un tren oportunista que se detenía una sola vez en la estación de mi porvenir. En cualquier caso, se mostró comprensivo e indulgente, a pesar de las manifiestas carencias que proclamaban muchos de los relatos de aquel libro iniciático, y aceptó participar en su presentación, en el viejo edificio de la plaza de las palomas que había acogido durante años a la corporación de la capital leonesa, vaticinándome incluso que nunca podría saberse dónde llegarían mi vida literaria y mis libros, si es que había algún otro detrás. Tomás Sánchez Santiago ha sido desde entonces un referente en mi vida y en mi obra, una luz que seguir en los momentos en que la duda lo volvía todo oscuro, un consuelo en forma de palabras balsámicas cuando mi afán creativo, mi moral o mi salud sufrían la anemia de la desesperación, la derrota o la incertidumbre. Desde entonces Tomás me ha regalado más de una vez sus sabios consejos en la distancia, me ha enseñado a amar más, si cabe, la Literatura, me ha desvelado a autores y obras que se han convertido en un referente para mí, y ha acudido a mi reclamo siempre que lo he solicitado, participando en jurados, empujando el proyecto Contamos la Navidad, prologando una de sus ediciones y recomendándome a otros escritores y pintores que han contribuido al fortalecimiento de una aventura cultural que no deja de crecer año tras año. Pero además de transmitirme su erudición y su amor por la Literatura, este poeta zamorano afincado en León, y de vez en cuando metido a prosista, me ha deprimido cada vez que he leído sus poemas, o sus obras en prosa, porque tengo la certeza de que nunca, ni remotamente, seré capaz de acariciar su genio, ni la dulzura aterciopelada con que sus palabras entretejen telas de araña, que abolilladas por su voz parecen piezas del más fino encaje. Nunca olvidaré la tarde en que presentó el libro de otro gran poeta y amigo, como es Máximo Cayón, en una campa de un pueblo perdido de la montaña leonesa. El intrépido Gregorio Fernández Castañón iniciaba con ese volumen de poemas (y lo presentaba en su pueblo natal, Otero de Curueño), una colección que crece como un roble saludable desde entonces con el nombre de Los libros de Camparredonda. Hacía mucho frío, y la gente que abarrotaba la campa se apretaba y se cubría con mantas, incapaz de huir, hechizada por el poder fascinador que destilaba su cálido parlamento. Creo que nunca como aquella tarde me sentí más feliz, escuchando a alguien proclamar el valor de la palabra hecha poesía. He leído muchas veces aquella presentación, reproducida en las páginas de la revista Camparredonda, pero me faltaba la voz de Tomás, esa voz humilde y sencilla que empapa y enamora, que pregona a un hombre minucioso que convierte lo cotidiano que le rodea en manifestación poética o novelada. Incluso, hablando de novelas, gracias a él, y a Gregorio, por supuesto, tuve la oportunidad de continuar la colección iniciada por el poemario de Maxi con la novela Mi vida, a tu nombre, que me devolvió casi por capricho del azar la convicción de que en mi interior vive un escritor que, de vez en cuando, tiene que explotar y compartir sus sueños y sus zozobras con el mundo que le rodea. Tomás tenía que haber publicado ese año Los pormenores en Camparredonda, pero le pidió a Goyo un año más de plazo, y gracias a esa demora, unos folios polvorientos, que se amontonaban en la biblioteca de mi añorada casa de Portillo, fraguaron en una novela breve que era un canto al amor y a la fidelidad, y que sirvió para demostrar que lo que escribo no siempre se convierte en realidad, o al menos no lo hace hasta que encuentra los protagonistas que encajan a la perfección en su papel. En cualquier caso Tomás tomó el relevo al año siguiente con un libro que alguien dijo que era difícil de clasificar, cuando hacerlo era facilísimo, se trataba, simplemente, de un libro magistral, como lo son sus poemarios La secreta labor de cinco inviernos, En familia, El que desordena, o la antología Cómo parar setenta pájaros ... su recopilación de artículos periodísticos Salvo error u omisión, o su obra en prosa, con libros como Para qué sirven los charcos o la mítica Calle Feria, seguramente la novela más importante que se haya escrito en Castilla y León en los albores del siglo XXI, a pesar de que en su momento fuera condecorada con el premio de novela Ciudad de Salamanca. Y es que el sabio Tomás, el humilde maestro, la gran persona, no es proclive a las loas y los premios, su universo personal y creativo prefiere deambular por unos territorios que pisa y domina, aunque no siempre sean reales, o no lo parezcan cuando los adorna con su capacidad creativa o los embadurna con una pátina impregnada de imaginación desbordada que deslumbra al lector. El hombre modesto, el poeta prodigioso, podría pasarse horas disertando con su verbo calmo y profundo sobre todos los escritores que conoce, urdiendo un anecdotario inacabable sobre su relación con Claudio Rodríguez, sobre sus encuentros, estudios y colaboraciones con Antonio Gamoneda y con tantos otros. Mientras escribía esta presentación, me imaginaba el rubor que teñiría sus mejillas, abrumadas al escuchar mis palabras, que son parcas e injustas, aunque él protestará, seguro, ante ellas. Mis palabras, que huyen del elogio fácil, para armarse de sinceridad y agradecimiento. Un agradecimiento infinito por poder contar con su presencia, para que la elegancia incomparable de su talento erudito y magistral otorgue un broche mágico a la clausura del primer Taller de Escritura Creativa de la Biblioteca Pública de Valladolid. Y es que contar con la presencia de Tomás Sánchez Santiago es un lujo que no está al alcance de todos, y que no siempre se puede disfrutar. Por eso, y para terminar, voy a desobedecerle una vez más, como cuando no le hice caso en aquella cafetería de León y autopubliqué mis primeros relatos. Entonces, como ahora hago, no dejé de darle las gracias por sus consejos y su apoyo, aunque me recomendara una y otra vez que no lo hiciera, que un escritor nunca debe darle las gracias a otro; pero hoy no puedo dejar de hacerlo por compartir este encuentro con su vida, con su obra y con el oficio de escribir. Gracias Tomás. Gracias Maestro. Gracias por regalarnos tu presencia, tu personalidad, tu sabiduría y tu obra. 

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